En la solemnidad de la Ascensión del Señor escuchemos qué se les dice a los Apóstoles: “Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra” (Hch 1,8). Todos nosotros hemos renacido por el agua y el Espíritu Santo, y hemos recibido esta misión del mismo Jesús: ser testigos suyos, testigos de la alegría del amor de Cristo. Amar como Cristo nos ha amado, dar testimonio del amor del Señor con palabras y con obras; un amor que nos regala la alegría. Amor y alegría deben ir juntos.
Tratamos de ser testigos de alegría y de esperanza, que son quizás aún más necesarias que el pan, el trabajo y la vivienda… En momentos de crisis de sentido, cuando muchos están atribulados por las necesidades materiales y más aún, viven con miedo el presente y miran con angustia el futuro… debemos ser testigos de Jesús, fuente de esperanza y de alegría. Como aconseja S. Pablo: “Alegraos siempre en el Señor… Que vuestra mesura la conozca todo el mundo” (Fil 4,4). ¿Por qué dudamos o nos desanimamos, o de qué tener miedo?
Los frutos de la Pascua deben encontrar continuidad en nosotros. La Pascua, fiesta central de nuestra fe, debe perpetuarse en la vivencia litúrgica. Justo antes de Pentecostés, cuando la Iglesia está acabando el tiempo pascual, ora pidiendo: «Concédenos conservar siempre, en nuestra manera de vivir, la alegría de la Pascua que acabamos de celebrar«. Estamos llamados a vivir en la alegría y una alegría que dure, cultivada y defendida en medio de los altibajos normales en toda vida de discípulos misioneros del Evangelio de Jesús. Nos conviene decírnoslo de nuevo, ahora que se acerca el final del curso pastoral, cuando podría vencernos el cansancio por las actividades realizadas y el bloqueo por la acumulación del final de curso. El salmista nos ayuda: “Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas” (Salmo 126,5). Llantos y alegría van mezclados en la vida… sembrar en la incertidumbre en medio de la sociedad secularizada en la que vivimos, no ver los frutos del trabajo realizado, y sentir que el mundo se ha vuelto inhóspito para los creyentes… pero a la vez, hay que aprender a regresar agradeciendo que Dios siga actuando, y que podemos alabarle una vez más por sus maravillas. Cuánta confianza deben darnos las palabras del Evangelio de la Ascensión: “Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos” (Mt 28,19-20).
Nos podría ir bien disponer de un tiempo para hacer balance del curso, siempre en positivo, sin acritud, aprendiendo a «ver» la acción de Dios en nuestras vidas, en las personas que tratamos, en los pequeños o grandes progresos de las personas, parroquias y comunidades. El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia. Confiemos en el don del Espíritu que habita en nosotros por el bautismo y la confirmación, y dejémonos conducir por este Espíritu de Vida y de Amor. Vivamos en la confianza, busquemos las cosas positivas. El Espíritu nos irá abriendo caminos de luz, de fe, de esperanza y de amor… Caminos de abandono en manos de Dios, que todo lo puede: “¡Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios!” (Lc 18,27).