Este anuncio del ángel a los primeros discípulos, sigue resonando año tras año como un anuncio que tergiversa los criterios mundanos y nos abre a la realidad divina. «Dios ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1,68), tiene un designio de amor y de misericordia para la humanidad. En todo tiempo y circunstancia la Iglesia se siente depositaria de este anuncio salvador, y lo ofrece humilde pero convencida, a toda la humanidad. Pase lo que pase, siempre estamos en las manos de Dios y siempre se cumplen sus promesas de vida y de amor. También en tiempos de guerras y pandemias, de tribulaciones y de dificultades, el amor vencerá, porque no es un amor cualquiera, pequeño y frágil, sino que es el amor inmenso de Dios, revelado en Jesús, que, crucificado, ha recogido sobre sí el pecado del mundo, también nuestros pecados, y los ha perdonado, los ha destruido, poniendo su Amor donde no lo había, para transformarlo todo y llevarlo a la plenitud deseada por el Padre, desde la creación del mundo. La resurrección de Jesucristo de entre los muertos es una nueva creación. Lo viejo ha pasado, y ha nacido un tiempo nuevo. Por eso tenemos esperanza y la queremos comunicar a todos.
Si Cristo ha resucitado, la vida toma un relieve nuevo. Lo que vivimos en este mundo es ya un preámbulo y una anticipación de la plenitud que esperamos y que recibiremos agradecidamente de la gracia de Dios. De aquí brota la alegría cristiana que no es un optimismo voluntarista de gente que vive fuera de la realidad, sino el sentimiento profundo y convencido de que, ni cuando pasamos por las dificultades más graves, incluso cuando morimos, éstas no son la última palabra de la existencia humana, sino que la vida vencerá. Una alegría y una esperanza que se comparten ya que no nos vamos a salvar solos, sino que Dios prepara la plenitud de su Reino para toda la humanidad. Él quiere que todos los hombres se salven y hará todo lo posible -para Él nada es imposible, le fue dicho a la Virgen María- para que la historia humana no fracase. Con miras humanas, Jesús crucificado fracasó, y sus discípulos son los más desgraciados del mundo porque siguen a un fracasado. Pero los que han recibido el don de la sabiduría de la cruz, saben que Él es el Rey vencedor, el Mártir que ha cumplido la voluntad de Dios y ha ganado la Vida eterna no sólo para Él, sino para todos los que Él llama «hermanos» suyos. Qué alegría tan grande: ¡somos hijos de Dios y hermanos en Cristo! Su Espíritu Santo que hemos recibido por el bautismo continúa trabajando en nosotros para que nos parezcamos a Jesús, y podamos hacer sus obras, como Iglesia, siendo presencia real suya en medio del mundo.
Hoy es día de alegría y de esperanza: «Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo» (Sal 117,24). Cristo ha triunfado, es Pascua florida. De las llagas de Cristo, nacen flores de vida. ¿No creéis que sería bueno que todos los que están cansados y agobiados, angustiados y dolidos, atribulados y expectantes, por esta pandemia que nos toca vivir, pudieran abrirse a la fe y a la esperanza, para encontrar el consuelo y el reposo que tanto necesitan? La fe no es una ilusión barata, ni un opio adormecedor, ni un consuelo neurótico de miedosos, sino la verdad más real del destino de cada uno de nosotros y de la humanidad entera. Creados por amor, hacemos el camino de la vida con cruces y alegrías, y el amor es la luz que ilumina el destino de toda persona, hasta que llegaremos a la plenitud del amor, que es Dios mismo. Que la Pascua nos dé la fuerza que tanto necesitamos en estas horas inciertas para vivir en la fe, el amor concreto y la esperanza que no defrauda. ¡Santa Pascua a todos!
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