María nos enseña a vivir la fe

Se han terminado las celebraciones pascuales, pero cada domingo es una Pascua semanal, y cada día. Porque Cristo ha resucitado y es el Señor de todos los días y de toda nuestra historia. «Todos los días son santos y buenos para los que están en gracia de Dios!», se decía al leer el santoral. Y estamos terminando el mes de Mayo, en el que, acogiendo la propuesta del Papa Francisco, hemos ido rezando el Rosario en comunión con varios Santuarios del mundo, y hemos tenido un recuerdo y una oración en la pág.web de la Diócesis para muchas advocaciones de la Virgen, para pedirle humildemente que nos libere de la pandemia y nos haga salir vencedores en las pruebas. La Virgen María, la primera discípula de Jesús, acompaña la vida de su Iglesia a lo largo de todo el año, nos enseña a vivir la fe y la caridad, para que tengamos vida y vida abundante, y la comuniquemos a toda la humanidad, con esperanza y obras de amor.

S. Ignacio de Loyola en su famoso libro de los «Ejercicios espirituales», cuando hace meditar La vida de Cristo, explica que la primera aparición del Resucitado fue a la Virgen María, su Madre: «lo que aunque no se diga en la Escritura, se tiene por dicho, cuando narra que se apareció a tantos otros; porque la Escritura supone que tenemos entendimiento». Con este punto de finura espiritual viene a decir que Cristo a quien primero fue a alegrar fue a su Madre Santísima, y ​​que esto ya todo el mundo lo entiende; no hay que escribirlo. ¡Primero la Madre! Insiste en este detalle de tanta humanidad que nosotros retenemos como creyentes, porque sabemos que nos ha sido «dada» como Madre nuestra al pie de la Cruz y queremos acogerla como discípulos queridos y amigos de su Hijo.

Después de la Pascua, continuamos recordando a la Madre del Cielo, presentémosle nuestras necesidades, pidámosle la ternura de su amorosa presencia y compañía, miremos con el corazón al santuario o ermita más cercanos a nuestro pueblo, pongámosle flores y luces a su imagen en casa, recémosle diariamente una Avemaría, o el Rosario, o cantemos un canto de los que nos sabemos de memoria, hagámoslo aprender a los pequeños de casa… Todo, porque la Madre del cielo sea más conocida y amada, ya que Ella es nuestra Madre, que nos ama y nunca deja de guiarnos por los caminos de la vida de bautizados.

Ella creyó siempre en su Hijo, esperó en los momentos dolorosos de la cruz y de la sepultura, y fue gran misionera suya. «Contra toda esperanza, esperó» (Rm 4,18), y le vió -la primera- Resucitado y Glorioso. Después, discreta y humilde como siempre, acompañó a los discípulos en los primeros tiempos de oración y de consolidación de la comunidad eclesial, de acogida del Espíritu Santo en el Cenáculo, y de compañía a los amigos misioneros de su Hijo. Y esta «misión» extraordinaria de María, como Madre de la Iglesia, continúa. La Madre sigue reuniendo a los hijos y preocupándose por cada uno de ellos, igual como las madres de la tierra lo hacen por sus hijos, nietos y biznietos… Amar con ternura es la gran vocación de toda madre. Y uno no se jubila nunca de amar, de acoger, de reconciliar. Ni en el cielo. Más aún, desde el cielo, María Asunta, resucitada ya con su Hijo, está activísima en el amor. Y continúa presentándole nuestras necesidades. ¡Qué alegría tener a la Madre del Cielo que nos cuida, atenta y misericordiosa! ¡Roguémosle siempre con plena confianza!

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