Piadoso silencio y escucha atenta

Amados hermanos en el Señor, que padeció y murió por nosotros, y al tercer día resucitó.

De noche y en silencio hemos recorrido las calles de nuestra parroquia. Únicamente el eco de piadosos cantos y el ritmote nuestros pasos, han puesto respetuoso acompañamiento a nuestros devotos pensamientos y a los sentimientos de nuestro corazón. Es el silencio sagrado que se impone por si mismo en los momentos graves de nuestra vida o, si lo preferimos, el silencio buscado por el contemplativo, cuando quiere sentir en su interior la presencia de Dios que es vida.

Hoy nuestro silencio está sobremanera justificado, en la entraña del Misterio que celebramos. Así lo harían los apóstoles y las mujeres, que asistieron a la sepultura histórica de Jesús. Las palabras estaban de más. El Hijo de Dios ha llevado hasta el límite el compromiso de vivir y morir con los hombres y para ellos. Ante tan inaudito acontecimiento, la palabra pierde su sentido y se torna muda. Se produce el silencio. ¿Qué diremos? Nada. Adoraremos, nos dejaremos llevar pos sentimientos apropiados, escondidos en lo más recóndito de nosotros mismos, y esperaremos con María y los apóstoles en la oscuridad de la fe, hasta que el misterio se aclare y se haga la luz. Esperaremos el amanecer de Pascua para comprobar, que aquello en que hemos creído, es verdad. Dejaremos que hable el Señor, más que con palabras, con los hechos. Esperaremos silenciosamente a que el amor de Dios se haga sentir en nuestro interior, hasta que estemos bien seguros de que, para nosotros, también, ha resucitado Cristo.

Dios está más lejos -para así decirlo- de los que hablan demasiado y de los que viven sumergidos en el ruido absurdo. Mejor dicho, son ellos los que están lejos de Dios. Lo mismo ocurre con los que todo quieren resolverlo pensando y los que ponen toda su esperanza en los hallazgos de la razón humana y en los descubrimientos de la ciencia. Existe otra sabiduría escondida, recibida como un don por aquellos que le hacen un lugar, la desean y la piden. Es la sabiduría por la cual Dios se revela y se da a conocer. Es la sabiduría que no tiene más reglas de aprendizaje, que la sencillez del alma y la buena disposición.

A esta sabiduría divina todos somos invitados. No hace falta matricularse ni pagar cuotas; pero es necesario acercarse a ella como, para calentarse, es indispensable acercarse a la lumbre y, para ver, aproximarse al candil. ¡Qué mejor, para ello, que procurar algunos espacios de silencio, intercalados entre los ruidos y las prisas; entre las fatigas y quebraderos de cabeza! Busquemos un silencio que nos predisponga a escuchar. ¡Escuchar! Palabra sagrada que expresa la única vía que tenemos para aprender. Se enseña hablando y se aprende escuchando. Escuchar es más difícil que hablar, puesto que nos sentimos más predispuestos para ser maestros, que no a ser discípulos. Los buenos maestros, por lo demás, enseñan las mejores cosas con actitud silenciosa, en el momento oportuno. Jesús mismo, en el proceso de su pasión, fue Maestro silencioso de las verdades más necesarias para los hombres.

Añadiremos, para terminar, que el silencio de esta noche, no es, en manera alguna, triste o pesimista, ni siquiera pensando en la muerte de Jesús. El no espera de nosotros lamentos ni compasión, sino esperanza y júbilo. Su dolor es ya pasado y sus penas nunca más volverán. Por otra parte, nuestra situación está resuelta radicalmente, a poco que seamos diligentes en la colaboración con él, por su victoria sobre el mal y la muerte. La oscuridad del eclipse en el Calvario se acabó con el resplandor del sepulcro, en plena resurrección.

Cuando Jesús expiró en la cruz, todo había acabado. La obra había llegado a su término y faltaba tan solo que se iluminara la escena con la gloria del Resucitado, y que aquella luz divina, por la fe, resplandezca en el corazón de todos los hombres, para que no busquen más la felicidad por caminos sin salida o que vayan a parar al abismo. El único camino ancho, confortable y con final feliz, se abre la noche de Pascua, que, desde ahora, nos preparamos a celebrar.

Lecturas:
  • Lc 23, 50-55. 24, 1-8