Amigos míos en el Señor:
Con la solemnidad de Cristo Rey finaliza el año litúrgico. En ella celebramos la realeza de Jesús, por cuyas manos será presentada al Padre toda la creación, al final de los tiempos. El título de Rey le viene dado a Jesús por el mismo Evangelio. En efecto, en el simulacro de juicio a que fue sometido, Poncio Pilato le preguntó: ¿Eres tú el rey de los judíos? A lo que Jesús contestó: Tú lo dices, soy rey (…), pero mi reino no es de aquí. Con estas palabras quería decir que, aunque le conviene el título de rey, su realeza en nada es comparable a la de los reyes de la tierra, pues es un rey que no reina en el sentido temporal, tiene una gloria que no deslumbra y ejerce una autoridad que no se impone, según se desprende de su vida que pasó bajo la indefensión y acabó como un esclavo, coronado de espinas.
¿Cuál es pues su realeza? Su autoridad viene de Dios, y Dios es amor. En él se cumple la profecía de Ezequiel: Yo mismo en persona buscaré mis ovejas, siguiendo su rastro. (…) Buscaré las ovejas perdidas, recogeré las descarriadas; vendaré las heridas; curaré las enfermas (…) y las apacentaré como es debido. ¿No es ésta la descripción de un Rey sumamente amoroso? Si diéramos un repaso siquiera superficial al Evangelio, veríamos claramente que fue éste el comportamiento del Señor con los hijos de Israel durante su vida pública, y deduciríamos que es lo mismo que hace ahora viviendo resucitado en medio de su pueblo.
En el reinado de Jesús podemos considerar tres tiempos. Primero, el de su vida en este mundo. En segundo lugar, el tiempo actual cuando acompaña, de forma invisible, a los fieles reunidos en la Iglesia y formando comunidad, con su viva presencia de resucitado entre nosotros. El tercer tiempo será su segunda venida al final de los tiempos, donde se hará realidad lo anunciado por San Pablo a los cristianos de Corinto: Por Cristo todos volverán a la vida (…) cuando Cristo devuelva a Dios Padre su reino, una vez aniquilado todo principado, poder y fuerza.
Nosotros estamos situados en el segundo de los tiempos en que nos toca vivir de la fe en su presencia de resucitado y acomodar nuestra manera de ser y de obrar a su deseo, manifestado en la palabra del Evangelio y en el modelo de vida que nos dejó. Es, pues, éste, un tiempo de siembra y de cultivo.
El tercer tiempo vendrá para nosotros cuando, acabada la vida terrenal, nos encontraremos visiblemente con él para evaluar los pensamientos, los deseos y las obras de nuestro peregrinar. El punto culminante será evaluar nuestra actitud ante los bienes de este mundo y, sobre todo, ante nuestros hermanos. Estas dos cuestiones servirán de contraste para saber si hemos vivido para Dios o para nosotros mismos.
Haber dado de comer al hambriento, equivaldrá a haber estado con el Señor y a ser dignos de continuar con él: Venid vosotros, benditos de mi Padre (…) porque tuve hambre y me diste de comer. No haber atendido al hermano, equivaldrá a haber vivido lejos del Señor y haberse encerrado en sí mismos, viviendo para si y excluyendo al otro y al mismo Dios. Apartaos de mi, porque tuve hambre y no me diste de comer. Y, es que Jesús es el Rey que se identifica con sus vasallos: Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humilde hermanos, conmigo lo hicisteis.