Hermanos bienamados en el Señor:
El Señor, que ama a todos los hombres y no aborrece a ninguna de sus criaturas, mueve invisiblemente los hilos de la Historia y le señala los grandes trazos, al tiempo que corrige los graves extravíos que desviarían la creación de su destino final. De acuerdo con aquella providencia, cuando el pueblo de Israel llenaba la copa de su corrupción, permitió la invasión del país y la deportación a Babilonia, de todas las personas notables y principales. Después de setenta años de exilio, el pueblo había reavivado su fe y había iniciado el camino de regreso al Dios de sus padres. En el proceso de retorno, había jugado un papel fundamental el magisterio de los profetas, mientras Dios, por su parte, había movido el corazón del rey de Persia, Ciro, para que devolviera a los exiliados la libertad y les procurara el soporte moral y económico necesario para regresar a su tierra y reconstruir el templo del Señor, sus casas y propiedades.
En este caso, el decurso de la historia dirigido por Dios, aparece condicionado por el comportamiento humano. Siempre que el pueblo prescinde de Dios, cava una fosa a sus pies y prepara la ruina, mientras no se produzca la conversión y la vuelta, porque Dios es el único bien total del hombre: Yo soy el Señor, y no hay otro. Con todo, Dios deja que los hombres hagan su camino.
En esta misma línea de proceder, la misión de Jesús no fue política; no se arrogó el gobierno de la casa terrenal y se limitó a preparar a los hombres para que estuvieran en condiciones de gobernarla con equidad y justicia. Su reto fue el de convertir el corazón de los hombres, de manera que estuvieran en condiciones de gobernar la vida terrenal según el plan de Dios. Sus enemigos querían implicarle en cuestiones políticas, pero el se defendió con firme cautela. Lo cuenta San Mateo: Los fariseos…llegaron a un acuerdo para comprometer a Jesús con una pregunta. Le enviaron unos discípulos, con unos partidarios de Herodes, y le dijeron: ‘ (…) ¿Es lícito pagar impuesto al Cesar o no?’ (…) Les dijo Jesús: (…) Pagadle al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
El deber de la Iglesia, ahora, es el de seguir la pauta de Jesús. Así que, no vale inmiscuirse en el gobierno de la ciudad terrena. La Iglesia no necesita más, ni pide otra cosa que libertad para profesar su fe, para anunciar la moral del Evangelio y espacio para servir a los hombres con amor y fidelidad.
Si el mundo estuviese atento al magisterio de la Iglesia, acogiendo y encarnando su espíritu de verdad, de amor y de justicia, los hombres de Estado dispondrían de los mejores medios para construir una sociedad de bienestar y de felicidad. Si los súbditos cristianos, por su parte, imitasen a los cristianos de Tesalónica, podríamos, entre todos, configurar un mundo que sería la antesala del cielo. Así escribe San Pablo a los tesalonicenses: Recordamos sin cesar la actividad de vuestra fe, el esfuerzo de vuestro amor y el aguante de vuestra esperanza en Jesucristo, nuestra Señor. (…) Cuando se proclamó el Evangelio entre vosotros, no hubo sólo palabras, sino además fuerza del Espíritu Santo y convicción profunda.