Domingo XXIII del tiempo ordinario (A)

Muy estimados amigos:

Me sugestiona con frecuencia un pensamiento. Es éste: el amor al prójimo, aunque no es el primero en el orden de los valores, puesto que la primacía corresponde al amor a Dios, a pesar de ello, se me convierte en la preocupación principal y más acuciante. El razonamiento es el siguiente: todo amor viene de Dios. Por consiguiente, mi amor al prójimo es consecuencia del amor que recibo de Dios; amor que intento devolverle, correspondiendo. Y es cuando veo que, en la práctica, no dispongo de ningún otro vehículo tan directo y viable para corresponder al amor de Dios, como a través del prójimo: amando al prójimo. Ahora comprendo que así cumplo toda la ley, como también comprenderemos todos que, viviendo todos así, la tierra sería la antesala del cielo. San Pablo a los romanos ha escrito: A nadie debáis nada, más que amor; porque el que ama a su prójimo tiene cumplido el resto de la ley.

Mas ¿cómo amar al prójimo? Pensemos en aquella persona que no causa ningún mal a los demás, ni de obra, ni de palabra, ni de pensamiento; que no juzga a nadie. Sería una persona de conciencia delicada que teme al mal y se aleja de él. Es un comportamiento verdaderamente encomiable, aunque todavía insuficiente, porque permanecemos aún en el aspecto negativo: evitar el mal.

La palabra de Dios que hemos escuchado nos exige mucho más y nos urge a entrar en el aspecto positivo: ayudar al pobre y al desvalido y estar al lado del que sufre o simplemente nos necesita. Aquél que ha llegado a este estado ha dado un paso muy serio en el amor al prójimo, pero no es todo, porque el hermano tiene otras necesidades que trascienden lo material y físico. Más allá está su vida espiritual, la vida de fe, que es la máxima riqueza y la más necesaria para tener acceso a la felicidad a que Dios le llama.

Es ahí donde tienen cabida las palabras del profeta Ezequiel: Si yo digo al malvado: ¡Malvado, eres reo de muerte!, y tú no hablas, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta, el malvado morirá por su culpa pero a ti te pediré cuenta de su sangre. Aquel que conoce a Dios y el destino eterno de los hombres, el que tiene un buen nivel de fe, no puede eludir la obligación sagrada de comunicarlo a quien no lo sabe, de ayudarle a aceptar a Dios y confiar en él. Dicho de otro modo: quien tiene fe no puede guardarse para él solo tan gran tesoro, antes lo ha de compartir con los que no lo tienen o no han alcanzado todavía la edad de descubrirlo.

La transmisión de la fe a los demás se hace, ante todo, confesándola en tiempo oportuno con valentía y sin complejos -cosa que nos obliga a profundizarla y a informarnos mejor- y comprometiéndose en las actividades pastorales que estén a nuestro alcance como, por ejemplo, en la Catequesis a los niños. Otra de las ocasiones privilegiadas será compartir con los demás nuestra vida de oración en los actos litúrgicos, como lo estamos haciendo ahora. Nos dejó dicho Jesús: Os aseguro que (…) donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.

Por último, y de manera eminente, comunicamos nuestra fe cuando nuestra vida personal y social es coherente con lo que creemos y, con naturalidad y sencillez, damos testimonio de esforzarnos para vivir amando a Dios y al prójimo, no sólo de palabra, sino con las obras de verdad.