Domingo XIX del tiempo ordinario (A)

Amados fieles en el Señor:
Las teorías, los conceptos abstractos, la imaginación, en modo alguno pueden reemplazar la presencia. Los discípulos, en lucha desigual contra el viento contrario, echan en falta al Maestro, piensan en él, se lo imaginan, lo ven venir desde lejos caminando sobre las aguas. En un primer momento lo confunden con un fantasma. El viento seguía soplando con fuerza y estaba a punto de echar a pique la pequeña embarcación. Hasta tanto que Jesús no se hizo presente físicamente en medio de ellos en la barca, no se restableció la calma. En cuanto (Jesús y Pedro) subieron a la barca, amainó el viento.
Nuestra relación con Dios se parece a aquella situación. Algunos se acercan a Dios y al hecho cristiano por medio de elevadísimos conceptos, primorosamente elaborados en las facultades de Teología; otros lo intentan por medios sensibles y representativos: se sirven de lugares, imágenes, fórmulas, votos, promesas, grabados y otros objetos sagrados. Aquellos medios pueden desbrozar el camino y ayudar a tientas en los primeros pasos hacia la meta; por consiguiente, los principiantes hacen bien en emplear aquellos medios simbólicos como vehículos de acercamiento a Dios.
Mas, quien quiera progresar verdaderamente en el encuentro con el Señor, tendrá que emplearse en hacer espacio en su interior a la simple presencia comunicativa de Dios, que es amor. Para abrir este espacio, conviene librarse y despojarse de aquellas mediaciones tangibles que, si durante cierto tiempo le han servido de muletas, se tornan después obstáculos insalvables. El Dios verdadero no es el que hemos aprendido en los libros o en las facultades de Teología, el cual nos ha ayudado en tanto en cuanto nos ha servido de brújula para orientarnos hacia el Dios verdadero. La brújula no es la meta. Es tan solo un medio de orientación.
El auténtico descubrimiento de Dios y del misterio cristiano no se puede hacer únicamente con el esfuerzo personal, por más decidido y esmerado que éste sea. El único camino, la sola posibilidad para el descubrimiento de Dios en sí mismo, es la revelación: Ninguno conoce al Padre sino el Hijo y aquellos a quienes el Hijo se lo ha querido revelar. Aquí no nos referimos únicamente a la revelación oficial, que ha tenido lugar en la Escritura santa y en el ministerio de la Tradición en la Iglesia. Pensamos concretamente en la revelación personal, en la comunicación que Dios hace benévolamente de sí mismo, a quien el quiere y cuando quiere; como lo hizo en su momento con San Juan de la cruz, Santa Teresa de Ávila y Santa Teresa de Lisieux, por nombrar concretamente los casos por todos conocidos.
El conocimiento místico de Dios que tiene lugar en el silencio receptivo y amoroso del alma que cree, ama y espera, es como una espaciosa avenida que, partiendo de nuestra oscuridad, se abre a la refulgente luz que procede del Dios verdadero e ilumina nuestra vida entera. San Juan de la Cruz repite hasta la saciedad y de diversas maneras, que el único camino dado al hombre para acercarse a Dios, es la fe, y el amor que nace de aquella fe. Y es ésta una experiencia a la que todos sin excepción somos llamados por el generoso amor de Dios.