Domingo VI del tiempo ordinario (A)

Amigos en la amistad del Señor:

¡Como deseamos todos estar en paz con nuestra conciencia y no sentirnos acusados interiormente de nada ¡ Pero la paz o la inquietud de conciencia depende básicamente de nuestro comportamiento, es decir, del cumplimiento o no de los mandamientos y de aquellas normas de conducta que interiormente tenemos por obligatorias. A veces pensamos que algunas de nuestras acciones escapan al control de la libertad y, por ende, que somos incapaces de evitarlas. Ante este problema, mucho nos conviene prestar atención a las lecturas de hoy, que pueden arrojar sobre él mucha luz.
La primera lectura ha dicho: Si quieres, guardarás los mandamientos del Señor, porque es prudencia cumplir su voluntad; ante ti están puestos fuego y agua. Echa mano a lo que quieras; delante del hombre están muerte y vida; le darán lo que él escoja. Con estas palabras queda dicho claramente que el hombre tiene libertad de opción, si quiere, para cumplir los mandamientos; y también, que Dios quiere que el hombre cumpla libremente los preceptos de vida. Con todo, la dificultad sigue en pie.
San Pablo, en la carta a los cristianos de Corintio, nos da nueva luz, una más grande esperanza. Nos avisa de la insuficiencia de la estrategia humana i de la incapacidad del hombre abandonado a sus propias fuerzas, sometido a las batallas del mal que actúan en este mundo. Nos habla luego de la necesidad de tener una fe tan madura, que nos dé una sabiduría que no es de este mundo. Aquella sabiduría, que nos hará libres para cumplir los mandamientos, nos será dada progresivamente a la medida que vayamos progresando en la madurez de la fe. Esta sabiduría, al tiempo que iluminará nuestra mente, nos hará dueños y señores de nuestros actos, para que hagamos con entera libertad lo que nos conviene, y evitemos lo perjudicial. Entonces ejercitaremos nuestra libertad sin grandes dificultades; incluso con verdadero gozo del espíritu, llevados por el Espíritu de Dios.
En este proceso, lo primero que cambia no son nuestras obras, sino nosotros mismos, nuestro interior. Jesús, como consta en el Evangelio, no ha venido a suprimir la ley, sino a purificarla de interpretaciones humanas, y nos propone la verdadera interpretación de la ley que nos invita a interiorizar y a saborear el gusto de la ley. Los actos de desobediencia a la ley de Dios no son más que manifestación del desorden en el corazón del infractor: la cólera conduce al homicidio; los deseos incontrolados, al adulterio; la falsedad interior, a la mentira.
Cambiar el corazón, pues, para ponerlo en consonancia con el nuevo orden instaurado por Jesús, ha de ser nuestra preocupación más urgente. El único camino que tenemos para cambiar progresivamente nuestro corazón, es hacer un buen uso de nuestra libertad que, más que la facultad de elegir entre el bien y el mal, es la opción de amar a Dios. Aquel que ha dicho sí a Dios por fe y ha elegido amarle como el amor de la vida, ha hecho la gran opción en uso perfecto de su libertad. Desde esta opción el Espíritu Santo allanará el camino hasta hacer posible y fácil el cumplimiento de las obras que son voluntad de Dios.