Domingo IV de Adviento (A)

Hermanos en el Señor:

En las más diversas épocas de la Historia han sido dados a los hombres signos y señales extraordinarios, para que, descubriendo el sentido de aquellos acontecimientos, la humanidad haya podido -y pueda todavía- encontrar su destino así como el camino que a él conduce. Es lo que, desde Juan XXIII, llamamos signos de los tiempos. El profeta Isaías nos ha explicado el caso del rey Acaz. A él le fue revelado el signo que había de venir como garantía de la protección de Dios a favor de su pueblo. Era éste: la virgen está encinta y da a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa «Dios-con-nosotros». El rey no se abrió al sentido de aquella profecía y, en vez de poner su confianza en Dios, prefirió la coalición militar con sus vecinos.

La señal profética apareció a su debido tiempo. Una virgen concibió y de ella nació el Hijo de Dios hecho hombre y con él empezó la Nueva Alianza de perdón y salud para toda la humanidad. Nace Jesús y emprende un estilo de vida a la manera de Dios. Su amor le lleva al servicio y a la entrega hasta la muerte; por ello Dios lo resucita y lo convierte en germen de resurrección para toda la humanidad. Ante tan excepcional acontecimiento, muchos se han cerrado siempre como Acaz al sentido del misterio, desde el nacimiento de Jesús hasta su resurrección y hasta nuestros días. Es el hecho más lamentable de toda la historia de la humanidad.

Venturosamente, con todo, muchos otros se han abierto y se abren a esta irrupción de Dios en nuestro mundo y ,sin verlo con otra luz que la de la fe, se comprometen en un camino de esperanza en vistas al destino previsto por Dios. Somos ahora millones los que nos movemos en esta esperanzada dirección.

Ya en el primer momento nos encontramos con José, hombre justo, que acepta el signo del Emmanuel, aunque fuera a oscuras y superando graves dudas y escrúpulos. Acepta casarse con su joven prometida que espera un hijo misteriosamente concebido, porque se le ha dado a entender que en aquel hijo se han de cumplir las esperanzas de Israel. Así es como José entra en el plan divino de la salvación y acepta la paternidad legal de aquél que fue concebido por gracia del Espíritu Santo. Nada de extraño, pues, que el pueblo cristiano haya venerado siempre y en todas partes, con tanta devoción, al hombre que en la oscuridad de la fe aceptó la señal divina y se entregó a servirla con firme esperanza.

Ahora nos toca a nosotros decidir si queremos abrirnos o no de par en par a la señal que nos ha sido dada de la bondad de Dios. Nos toca elegir responsablemente si queremos entrar o no en el plan salutífero que en Jesús nos es ofrecido. El único portón de entrada es la fe. La sola actitud que nos sirve es la decisión y el valor de comprometernos a seguir el itinerario de Jesús, como la opción más importante de nuestra vida. La Navidad nos ofrece una inmejorable ocasión para preguntarnos con toda sinceridad cómo vivimos y cómo nos convendría vivir nuestra adhesión a la Buena Noticia que Jesús nos trujo. Su gracia y su amor nos lo harán posible.

Amén.