Amigos muy queridos, en el Señor:
El hecho de entrar en un año nuevo nos recuerda que vivimos en el tiempo: años, decenios, centurias…días, horas, minutos. El nuevo año nos recuerda que todo pasa y que, en este tiempo que transcurre veloz, nosotros nos vivimos, nos hacemos y maduramos: padecemos y gozamos, hallamos sentido o nos desorientamos. El cambio de año nos recuerda igualmente que nuestro tiempo tiene un límite, que se nos agotará y saldremos de él, como el que sale de un camino conocido para desembocar en un panorama exótico.
La experiencia del tiempo nos estimula a desear, esperar y creer en la supervivencia más allá del tiempo, cuando nuestra existencia pasará de lo provisional a lo definitivo, de la incertidumbre acerca del futuro desconocido, a la seguridad de un presente feliz que no transcurre ni se agota.
Mientras tanto, el tiempo es nuestro espacio vital en el cual nos movemos y desde el que podemos volvernos para mirar atrás y sentir una cierta tristeza por aquellas actitudes nuestras que deberían haber sido y no fueron, o desde donde podemos dirigir nuestra atención al futuro, que está en nuestras manos construir de una manera o de otra. Desde esta mirada hacia el futuro es desde donde nos deseamos mutuamente un feliz año nuevo: que tengamos prosperidad y bienestar, que nos sintamos bien con nosotros mismos y con los demás, que acertemos a usar el tiempo positivamente y se cumplan así nuestras ilusiones y esperanzas.
Como cristianos, tenemos derecho a proyectar nuestras esperanzas a la altura del Evangelio. Que no nos contentemos con sentirnos bien personalmente, con procurar un bienestar cerrado y egoísta, sino generosamente distribuido de forma que conlleve una vida digna para los pobres y cambie las lágrimas de muchos ojos hermanos por una sonrisa placentera y confiada.
Nuestro deseo y esperanza tienen derecho a elevarse más arriba del bienestar temporal. Podemos, en efecto, orar así: El Señor nos bendiga y nos proteja, ilumine su rostro sobre nosotros y nos conceda su favor. Ahora podemos revivir la esperanza de las promesas de Dios, la certeza de un final feliz para todos y todo, más allá del tiempo, de acuerdo con aquellas palabras: Todos los pueblos verán la salvación; y podemos paladear en el fondo de nuestro ser el hecho de sentirnos acompañados por Dios, que comparte nuestra vida, por él muy amada, en los más mínimos acontecimientos y detalles.
La venida de Dios al mundo en la persona de Jesucristo es la demostración más cercana y tangible de su proximidad a nuestras vidas. Aquel gran misterio fue posible gracias a la colaboración de María, la Madre de Jesús. Por esta razón, hoy, la Iglesia le hace sentido homenaje venerando el privilegio de su maternidad divina, y nosotros la acompañamos con un sentimiento de infinita gratitud y confianza, que nos mueve a valernos de su protección maternal como vía directa y breve de acercamiento a su Hijo Jesucristo. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores.