Domingo XXVIII del tiempo ordinario (C)

Hermanos muy amados, en el Señor:

¿Cuál es la causa y la razón de mi existencia? ¿Alguna vez hice algo para pedirla, merecerla o exigirla? ¿Mi existencia es acaso un privilegio debido a la raza o cultura a que pertenezco? No, en absoluto. Me ha sido dada sin que tenga en ello parte alguna. La misma salud de que disfruto es un don que acompaña a mi existencia, sin que apenas pueda hacer otra cosa que cuidarla y protegerla. Veo claramente, por tanto, que tanto la vida como la salud están en manos de Alguien más allá de mi mismo.

Parecida consideración fue suficiente para Naamán, el jefe del ejército de Siria, al hallarse sano de la lepra, por haber reconocido al Señor, el Dios del profeta Eliseo, como el único Dios de toda la tierra. Eliseo le ayudó a entender que no había sido por magia de su poder personal que había sido sanado, y no quiso aceptar presente alguno cuando Naamán insistía en ofrecérselo, diciendo: ‘¡Vive Dios, a quien sirvo! No aceptaré nada’. Al tiempo que fue liberado repentinamente de la lepra, Naamán fue iluminado interiormente para entender que aquel hecho extraordinario no podía tener otra explicación más que el poder soberano del Señor que, por la misma razón, ha de ser el único Dios de toda la tierra.

Cada uno de nosotros hallaríamos suficientes motivos, caso de poseer un corazón sencillo y puro, para entender que Dios actúa en nosotros con sumo cuidado y delicada protección, después que nos ha dado la vida actual, para conducirnos hasta la plena realización, cuando será transformada la vida presente que no puede durar para siempre, en una vida definitiva con El.

Ésta era la Buena Noticia que Pablo predicaba sin tregua, como lo recuerda en la carta a Timoteo, que hemos escuchado: Haz memoria de Jesucristo, resucitado de entre los muertos. (…) Éste ha sido mi Evangelio, por el que sufro hasta llevar cadenas, como un malhechor. En este Jesús se ha solucionado el futuro, el más allá de todos los hombres que creerán, como dice el mismo apóstol: Si morimos con él, viviremos con él. Si perseveramos, reinaremos con él. Así, nuestra vida que procede de Dios, si es vivida en su presencia en verdad y justicia, seguirá para siempre felizmente con Él.

A más abundancia, meditamos hoy la curación de los diez leprosos que, solo por obedecer un mandamiento de Jesús: Id a presentaros a los sacerdotes, quedaron puros de la lepra. Los envía para que entiendan que la sola obediencia a su palabra les valdrá la curación, porque pone a prueba su fe. Realmente, tienen necesidad de creer firmemente en Jesús para obedecer su palabra de ir al encuentro de los sacerdotes.

En efecto, ¿quién será capaz de obedecer la palabra de Jesús sino el que cree en él de verdad? Por ello, el camino de la salvación comienza por creer en Jesús. Por consiguiente, el itinerario de nuestra esperanza, de nuestra libertad y de nuestra salvación total comienza con la fe en Jesús. Cuando aquella fe es firme de verdad, la fuerza de la vida interior crece progresivamente, hasta poder afirmar con San Pablo: Lo aguanto todo por los elegidos, para que ellos también alcancen la salvación, lograda por Cristo Jesús, con la gloria eterna. Una fe así reafirmará nuestra esperanza y nos dará fortaleza y alegría ante las pruebas, hasta hallar pleno sentido a la propia vida y a la del mundo, tanto en los episodios positivos y exitosos, como en los negativos y frustrantes. Y, como Naamán de Siria, sabremos que no hay dios en toda la tierra más que el Dios de Jesús.