Amados, en el Señor:
Hay dos maneras de perder la estimación y el respeto de los demás, incluso de hacerse rechazar hasta el punto de quedarse sin amigos ni personas que nos valoren: una es el engreimiento de valorarse a sí mismo más de lo debido, de compararse con los demás y encontrarse más inteligente, más fuerte, más atractivo; o también el hecho de buscar los primeros puestos, exigir un trato preferencial, hacerse escuchar especialmente, pretender tener la última palabra; como también hablar mucho de uno mismo, proclamar los propios éxitos, pretender hacerse el centro del grupo y, a veces, humillar a los que sobresalen, para que no le hagan sombra. La otra actitud que nos puede hacer perder relación y amistad sería la falsa humildad de restarse importancia, simulando desconocer sus virtudes, al tiempo que exageraría sus defectos.
Contrariamente a lo dicho, lo que nos puede hacer amables a los hombres y a Dios es la verdadera humildad, de acuerdo con la enseñanza del libro del Eclesiástico, que decía: En tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes. La humildad verdadera, que es cuando reconocemos nuestros defectos y limitaciones reales asumiéndolos sin espavientos ni congojas, y cuando somos consciente de las propias cualidades, dando gracias a Dios por ellas y poniéndolas a disposición de los demás, entonces es fuente de amistad y de buenas relaciones, al tiempo que abre las puertas a la verdadera sabiduría: El sabio aprecia las sentencias de los sabios, el oído atento a la sabiduría se alegrará. Subrayamos esta última expresión: el oído atento. Escuchar con atención es propio del humilde que vive abierto a la verdad y se alegra de oírla. Es la disposición más adecuada para el diálogo con los hombre y para la oración a Dios. La oración, resumidas cuentas, más que palabrería, es escucha atentamente en silencio.
La carta a los Hebreos nos ha recordado como por Jesús, humilde entre los humildes, hemos sido introducidos en el misterio pacífico y glorioso de Dios, en compañía de los ángeles y de todos los inscritos como ciudadanos del cielo. Perdidos entre la multitud de los salvados, humildes entre los humildes, somos enriquecidos con los dones celestiales y partícipes de la humilde realeza de Cristo; ya no nos acercamos a Dios con temor, como en el Sinaí, sino en la humilde confianza de hijos de Dios.
Jesús, que vivía en la humildad más sincera y saludable, fue convidado a casa de un fariseo (los fariseos no eran precisamente modelos de humildad), y lo aprovechó para darnos dos lecciones de humildad. La primera: No te sientes en el puesto principal…Al revés…vete a sentarte en el último puesto. Este consejo de Jesús es un ejemplo de una actitud de vida, según la cual sabemos dar la preferencia a los demás, somos capaces de ceder en la discusión, estamos dispuestos a cargar con la peor parte, nos conformamos con perder a favor de la justicia, la paz, la verdad o el bien común. La segunda lección es sobre la elección de los invitados: descartemos -nos recomienda- a los que sabemos nos van a recompensar. Tampoco se trata aquí de este hecho concreto, sino de la actitud interior de estar atentos a los necesitados, de saber vivir la gratuidad en nuestras obras y servicios, de aprender a dar sin recibir, de servir sin esperar nada a cambio.