Domingo XVIII del tiempo ordinario (C)

Amigos y hermanos, en el Señor:

¿No es verdad que nos sentimos atraídos con tenaz porfía por los bienes materiales, motivados por el deseo legítimo de una vida digna y confortable o, tal vez, por la codicia del lujo y el placer? Al mismo tiempo ¿no poseemos aquellos bienes con cierta inquietud, dado que no sabemos si son seguros o tal vez suficientes para satisfacer todas nuestras aspiraciones? ¿No nos queda todavía la pregunta sobre si de verdad hay riquezas temporales que perduren, que sean siempre válidas y no nos abandonen jamás? Recuerdo con tristeza a un moribundo que, postrado en cama, en el hospital, mandó severamente a su hija que no le sacase del bolsillo del pijama sus veinte mil pesetas, porque era la última esperanza que le quedaba.

El autor del Eclesiastés ha constatado en tono pesimista su decepción por los bienes adquiridos y sobre la dureza de su trabajo, para ganar más y más. Se pregunta también: ¿Qué saca el hombre de todos los trabajos bajo el sol? Y responde: De día su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. Todo ello para llegar a una conclusión totalmente pesimista: ¡Vanidad de vanidades, todo es vanidad!

No nos alarmemos. Existe otra visión del hombre y de su sentido. Nos referimos a la de Pablo, extraída de su encuentro con Jesús resucitado. Es una visión nueva llena de luz y esperanza según la cual, Jesús ha resuelto el problema del naufragio de la humanidad en el mal, porque le ha comunicado un destino extra mundano y eterno una vez superado el absurdo de la muerte con su propia resurrección. Existen por tanto otros bienes definitivos que acompañan al hombre más allá de la vida presente; unos bienes que tienen su raíz en el mismo corazón del hombre, que nadie jamás podrá arrebatarle, ni siquiera la muerte; bienes que consisten en el crecimiento y maduración de la persona hasta la plenitud. Pablo, que ha escogido para sí los bienes substanciales, nos invita a hacer lo mismo, cuando dice: Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Estos bienes no son perceptibles más que por la fe, pero cuando aparezca Cristo, vida nuestra, entonces también vosotros apareceréis, juntamente con él, en la gloria. Es más, Pablo nos advierte que no nos dejemos engañar por lo que nos amarra a la tierra, sino que nos despojemos del hombre viejo y de su manera de obrar y nos revistamos del nuevo a imagen de nuestro Creador.

El Evangelio nos ha descrito la postura de Jesús ante los bienes de la tierra: primeramente se niega a intervenir en el conflicto de los dos hermanos, a la hora de repartir su herencia, puesto que él no se interesa en absoluto por los bienes temporales; después intenta convencerles de la vanidad de las riquezas, porque: aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes. Esta sabia advertencia queda espléndidamente ilustrada con la parábola del rico estúpido, que pone toda su esperanza de felicidad en los bienes temporales: Pero Dios le dijo: necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será?

Después de esta enseñanza, la actitud práctica del hombre inteligente será la de mantenerse libre ante la riqueza y la pobreza. Hará todo lo posible en la consecución de lo necesario para una vida digna y reservará la máxima esperanza y deseo para los bienes de arriba, donde esta Cristo, sentado a la derecha de Dios. La Eucaristía dominical nos puede ser de gran ayuda para mantener y mejorar esta actitud salvadora, fuente de felicidad.