Hermanos míos muy amados:
No hace tantos años, particularmente en los pueblos rurales, la gente era muy hospitalaria, confiada y abierta. Las puertas de las casas se mantenían abiertas todo el día, cosa que invitaba a entrar, y era considerado un gran honor el hecho de ser una familia acogedora; de ser considerada, de alguna manera, la casa de todos. Los tiempos han cambiado tal vez a causa de la inseguridad y, ahora, las puertas de las casas se encuentran casi siempre cerradas, cosa que dificulta la relación. Este cambio provocado por las circunstancias nos ha vuelto algo desconfiados y encerrados en nosotros mismos, haciendo nuestro mundo más restringido y pequeño.
La primera lectura nos ha hablado de Abraham que acogió, como a enviados de Dios, a unos transeúntes desconocidos, que pasaban cerca de su tienda, sin hacerles pregunta alguna. En vez de verlos como una carga o un estorbo, se sintió muy honrado de poderlos servir. Efectivamente eran enviados de Dios, portadores de una gran noticia. Así le habló uno de ellos: Cuando vuelva a ti, dentro de un año, Sara (tu mujer) habrá tenido un hijo. El domingo que viene continuaremos esta lectura y veremos lo que pasó.
En la segunda lectura, San Pablo nos ha explicado los grandes bienes que le han sido dados como consecuencia de haber recibido a Jesús con fe y amor. Aquella vida intensa de Pablo ha redundado en pletórico beneficio para toda la Iglesia, que también se ha abierto a la acogida del Señor, haciéndose realidad lo que el mismo apóstol dice: Nosotros anunciamos a ese Cristo (…) para que todos lleguen en El a la madurez en su vida.
Pero, si hay algún modelo perfecto de cómo podemos acoger a Jesús, lo encontramos en la escena de Marta y María, donde el hecho reviste unas características muy especiales. Marta se esmera en el servicio a Jesús, mientras María, sentada delante de él, le hace compañía, le da conversación, le escucha y se muestra receptiva a su mensaje. Entre las dos hermanas ponen todos los elementos de una buena acogida a Jesús: Marta, el servicio amoroso y María, la apertura del corazón.
Así debería ser nuestra actitud ante Jesús que nos visita amorosamente: acoger su presencia por la fe, la confianza y el amor. Después, recibir su mensaje, hacer caso de su palabra, asimilar los valores que él nos propone. Es difícil para nosotros la actitud de silencio y quietud interior para esta acogida porque vivimos muy pendientes de las cosas: los intereses materiales, la diversión, los caprichos, las ilusiones, el estar pendientes de los demás, etc… Sucede que tenemos tiempo para todo y no lo encontramos para nosotros; vivimos cara a fuera y no sabemos estar con nosotros mismos; buscamos las satisfacciones exteriores y somos incapaces de disfrutar de la paz interior. Todo ello es lo que Jesús nos propone cambiar y nos ofrece su ayuda para conseguirlo. Muchos de nosotros sabemos imitar perfectamente a Marta, ocupándonos continuamente de muchas cosas; pero no sabemos hacer como María: estar con Jesús, escuchar los latidos de su corazón, abrirnos a los valores interiores en los que encontraríamos la paz y la felicidad.
Es verdad que dar paso a este estilo de vida nos exige algunas renuncias, porque la sociedad consumista en la que vivimos nos embelesa y tiende a convertirnos en esclavos de lo que poseemos, y más todavía de lo que anhelamos poseer, sin que nos deje tiempo para lo que desearíamos ser. Ocupados en el afán de tener, de mejorar nuestra posición, de hacer cosas, perdemos la armonía interior, la paz del espíritu, el silencia creador. ¿Por qué no intentamos convertir la celebración del domingo en un espacio semanal de escucha y acogida como Marta y María?