Domingo XIV del tiempo ordinario (C)

Hermanos muy amados, en el Señor:

Difícilmente estamos satisfechos del momento presente y de cómo lo vivimos. Solemos mirar siempre al futuro y alimentamos la esperanza de que el mañana será mejor. El niño pequeño levanta la cabeza admirado para ver el rostro de su hermano mayor y se muere de ganas de llegar a ser como él, que está en sus quince años, y éste suspira para llegar a los dieciocho por las ventajas que espera de su mayoría de edad. El universitario ansía el fin de carrera y, una vez alcanzado, porfía por encontrar un trabajo digno y seguro. Los solteros esperan con ilusión constituir su familia, donde encontrarán -creen- el lugar estable de su felicidad, y los casados esperan la llegada de su primer hijo como el hombre maduro espera la cosecha o la buena orientación de su negocio, o a semejanza del enfermo que espera la salud.

La vida del creyente, ni más ni menos, se alimenta siempre de la esperanza basada en la promesa de Dios que, en el caso de hoy, es recordada al pueblo de Israel por el profeta Isaías, que dice: Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis.(…) Porque así dice el Señor: ‘Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz, como un torrente en crecida, las riquezas de las naciones. (…) Como un niño a quien su madre consuela ,así os consolaré yo.

La profecía de Isaías tiene un doble sentido. Por una parte, Dios promete el consuelo a la Jerusalén terrenal, la de Palestina, donde los israelitas volverán después del exilio y se irán consolidando como pueblo de Dios; por la otra, significa el consuelo definitivo que Dios dará a toda la humanidad por la venida de Jesús Salvador. Con Jesús el mundo será renovado, se instalará el Reino de Dios en los corazones de los que escuchen la invitación y será, para todos los que formen parte del Reino, una nueva creación, pues, como dice San Pablo, lo que cuenta no es circuncisión o incircuncisión, sino una criatura nueva. Y afirmamos que esta promesa es la definitiva porque, a pesar de tener su comienzo en este mundo, nos pone en marcha hacia la Jerusalén celestial, donde el Reino se cumplirá y la esperanza habrá alcanzado su entero objetivo. El hombre -todo hombre- vivirá de esperanza hasta aquel momento, puesto que, mientras no llegue a la Jerusalén celestial, echará en falta lo que más necesita, aquello para lo cual ha sido creado. En el cielo no existirá la esperanza, sino la plena y pacífica posesión de lo que, mientras peregrinaba, estaba esperando.

La lectura del Evangelio nos ha recordado que Jesús envió en misión a los apóstoles y a otros setenta y dos discípulos. La misión es una tarea urgente. El tiempo pasa y es preciso anunciar a los pueblos la paz. La misión será difícil, puesto que dice: Mirad que os mando como corderos en medio de lobos. Jesús contempla aquí una doble alternativa: en primer lugar aquellos que acogerán a los misioneros con buen corazón y voluntad disponible. Son los que creerán en la esperanza que les será anunciada en el nombre de Dios, y descansará sobre ellos la paz, comenzando así el camino del Reino. En segundo lugar -les advierte- habrá también algunos que no los querrán recibir: son los que no creerán en la esperanza del Reino. Ante tal rechazo, cuando salgan de aquellos lugares, hasta el polvo que se les ha pegado a los pies deberán sacudirse. Son los que se excluyen voluntariamente del Reino y quedan sometidos a estrechos horizontes sin esperanza.

Nosotros elegimos vivir en la esperanza como vehículo que nos ha de conducir a donde no hará falta esperanza, porque viviremos en la plena posesión de amor.