Domingo X del tiempo ordinario (C)

Amigos muy amados, en el Señor:

¿Quién de nosotros no ha pasado por el trance de sentirse con la impotencia más absoluta para encontrar razones ni tan siquiera palabras, al tener que dar el pésame a una persona o al intentar aliviar el dolor de algún afligido? Consideramos, cuando lo hacemos con toda sinceridad y sentimiento, que nuestras palabras y razones no son suficientes para consolar en la desolación, para suavizar las heridas o para disuadir a la persona afectada de la protesta y de la rebelión. Es más, nosotros mismos hemos encontrado inútiles las palabras de consuelo de nuestros amigos, cuando hemos sido azotados por alguna desgracia. Es porque, ante el escándalo de la muerte o de otras circunstancias muy graves, no hay consolación que valga, a no ser la presencia amistosa, la comprensión, la ayuda discreta, y el amor.

Ante la muerte principalmente, la única respuesta adecuada es la fe; una fe que para nosotros es la persona de Jesús; él que ha recibido poder sobre la vida y la muerte gracias a su resurrección. Para que fuera evidente aquel poder que había recibido del Padre, Jesús consintió en devolver la vida corporal a algunos muertos, como es el caso del evangelio de hoy. No es que su poder se reduzca a devolver la vida corporal. A pesar de ello, la naturalidad y sencillez en la palabra y la acción con que Jesús hizo este milagro, avala el poder que tiene de transformar la vida de los que han confiado en él, en una vida nueva y gloriosa, después de la muerte corporal. Veamos la escena: a las puertas de la ciudad de Naín, Jesús y los que le acompañaban se encuentran con los que llevaban a enterrar al hijo único de una madre viuda. Al verla el Señor, le dio lástima y le dijo: «No llores». Se acercó al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se pararon) y dijo: «Muchacho, a ti te lo digo, levántate». El muerto se incorporó y empezó a hablar, y Jesús se lo entregó a su madre.

Para el cristiano que ha depositado su confianza en Jesús, la muerte, -sin perder su densidad dramática, porque es el fin de la única manera de vivir de que tenemos experiencia- pierde sin duda su amenaza del fin definitivo, de la caída en la nada, pues se nos ha dicho que, en realidad, es el nacimiento a una nueva manera de vivir, de un orden y una cualidad inmensamente superior; a semejanza de lo que pasa con la vida del feto cuando abandona el claustro materno para abrir los ojos a su vida autónoma.

También algunos hombres de Dios, como el profeta Elías, han sido puestos por el Señor como signo del poder de Dios y de su salvación, como luz de esperanza paro los que deciden creer y confiar. Aquellos hombres fueron tan solo imagen y figura de la promesa que se había de cumplir realmente en Jesús. Así hemos de entender el pasaje del profeta Elías ante el hijo muerto de aquella mujer viuda. Hemos leído: El Señor escuchó la súplica de Elías. Al niño le volvió la respiración y revivió. Elías tomó al niño, lo llevó al piso bajo y se lo entregó a su madre diciendo: «Mira, tu hijo está vivo».

Hermanos, la Buena Nueva de Jesús es de vida y de resurrección. El mismo escogió a los hombres que propagarían esta noticia de vida al mundo entero y a todos los tiempos. Rompiendo completamente las normas del saber humano, encargó aquella misión a personas que no parecían idóneas por su falta de preparación, pero que, una vez transformados por la gracia de Dios, con un encendido celo, transmitieron el mensaje con tal eficacia que se ha extendido por los cuatro puntos cardinales de la tierra y ha llegado intacto hasta nosotros.