Domingo VIII del tiempo ordinario (C)

Hermanos muy amados, en el Señor:

El fruticultor, cuando cultiva su plantación, tiene puesto el pensamiento y la intención en los frutos y su rendimiento, una vez puestos en el mercado; razón por la cual sus previsiones, ilusiones y esfuerzos están centrados en los árboles: la especie bien seleccionada, la cualidad de los frutos, el rendimiento por hectárea, el éxito en el mercado. Toda la preocupación y los cuidados constantes tienen por objeto el árbol, porque sabe su dueño que de él depende el fruto. Nada más y nada menos que lo que acabamos de escuchar en la lectura del Evangelio: No hay árbol sano que dé fruto dañado, ni árbol dañado que dé fruto sano.

Esta imagen campestre y bucólica nos debería servir de ejemplo y modelo para gestionar con sensatez y provecho nuestra vida moral y ética. Lo cual significa que, aunque debamos permanecer muy atentos a nuestras obras y nos convenga fijar nuestro listón hasta tanto de obrar el bien siempre y en todo lugar y no contentarnos mientras no consigamos evitar el mal en cualquier circunstancia. Para que tanta belleza espiritual llegara a ser posible, nos habemos de preocupar, por encima de cualquier otra consideración, de quiénes y cómo somos realmente nosotros mismos. En términos muy simples: en vez de preguntarnos si nuestras obras son buenas o malas, es mejor averiguar si nosotros mismos somos buenos o malos. Esta actitud responde, igualmente, a aquella advertencia de Jesús: El que es bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.

Entendemos, por consiguiente, que la bondad o la maldad de la persona se guarda en el corazón, que es el fogón o el hornillo donde se guisan los amores o desamores, los pensamientos, las intenciones y los proyectos. Si nuestro corazón es orgulloso, por ejemplo, difícilmente podemos acercarnos confiadamente a Dios, porque la presencia de Dios es opaca al corazón altanero. Los humildes, por el contrario, son lúcidos y transparentes, capaces de percibir la presencia de Dios -para buscarla con ardor, incluso- y tienen ojos para percibir sus propios límites y defectos, al tiempo que son capaces de ver el mundo y a sus semejantes con la mirada interior limpia de prejuicios. Y, puesto que ellos no se tienen por los mejores, les queda la imparcialidad suficiente para reconocer y apreciar las cualidades de los demás, en vez de fijarse preferentemente en sus defectos. El humilde es consciente de la mota de su ojo, y acepta con gran comprensión que también el otro pueda tener alguna en el suyo.

La empresa más importante y urgente de todo buen cristiano, por tanto, es la de formar positivamente su mentalidad ayudándose de la lectura o la escucha de la palabra de Dios, que es luz de verdad para nuestra mente; y de la oración, que es cobijarse bajo el destello refulgente de la Verdad misma. Solamente a partir de una mente lúcida se puede conseguir el cambio de un corazón de piedra, en uno de carne, sensible a Dios y a los otros, y humilde: aquello que es de verdad un buen corazón. De un corazón así será excluida toda maldad y emergerá hacia fuera la bondad, en forma de buenas obras. Porque no hay árbol sano que dé fruto dañado. Y porque lo que rebosa del corazón, lo habla la boca.