Hermanos míos muy amados:
¿Hasta dónde nos podemos fiar de la ayuda humana? Toda ayuda humana puede compendiarse en aquella seguridad que nos consigue proporcionar la inteligencia de los hombres y su astucia: los descubrimientos deslumbrantes, el confort, los programas políticos, las estrategias comerciales que se ponen en práctica; la ciencia médica, la exploración del espacio, la previsión de los fenómenos naturales. Todo lo que abarca el considerable nivel de nuestra cultura y el espectacular avance técnico conseguido por el hombre de nuestros días.
En manera alguna hemos de negar, ni siquiera pasar por alto, que el elevado nivel de ciencia y técnica alcanzado aporte grandes ventajas para un horizonte de vida digno y hasta suntuoso y que, en si mismo, sea positivo. Pero, ¿hasta que punto es razonable y tan siquiera lícito depositar en él, ciegamente, nuestra confianza?
La respuesta la hallamos simple y llanamente en el profeta Jeremías. Lo escuchamos de nuevo: Así dice el Señor: ‘Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor. Será como un cardo en la estepa, no verá llegar el bien’. He aquí la señal de alarma: apartar el corazón del Señor. Por el contrario: Bendito quien confía en el Señor y pone en él su confianza -continúa Jeremías- será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces.
En esta misma dirección, nos enseñan a encontrar la orientación verdadera y concreta las bienaventuranzas que hemos escuchado en el Evangelio, y que nos conducen por un proceso creciente de orientación de nuestra vida hacia Dios, diciéndonos: Felices los pobres, los que ahora pasan hambre, los que lloran, y los que ahora son calumniados y odiados. Felices porque ellos están dispuestos a fiarse de Dios. ¿Cómo se podrían fiar estos de los hombres si les niegan el pan y la sal y les amargan la vida; si les despojan de su buen nombre y ponen en entredicho su derecho a la vida? En semejantes circunstancias ¿qué podrían esperar de la ayuda humana? No, todo al contrario: aquella situación extrema los estimula felizmente -aunque con gran dolor- a fiarse plenamente tan solo de Dios. ¡Con qué fervor sale del corazón de los desahuciados de este mundo una oración como ésta: Señor, tú eres mi heredad. Ampárame como a un niño en el regazo de su madre; protégeme como la niña de tus ojos.
El fragmento del Evangelio de Lucas que hemos escuchado contiene también unas conmovedoras lamentaciones dirigidas a aquellos que no tienen ni tiempo ni libertad para acordarse de Dios y fiarse de él; a aquellos que emplean todo su tesón y sus fuerzas para confiar en el saber y el poder de los hombres y de si mismos. En efecto, acaba el Evangelio de hoy, diciendo: ¡Ay de vosotros, los ricos…Ay de vosotros, los que ahora estáis hartos…Ay de vosotros los que ahora reís…Ay, cuando todo el mundo habla bien de vosotros!
Porque sucede una cosa muy grave: los que han decidido prescindir de Dios para fiarse unos de otros prometiéndose sostén y arrimo, y cada uno de si mismo, mutuamente se bloquean la salida y quedan prisioneros de las infinitas limitaciones humanas.