Domingo IV de Adviento (C)

Queridos amigos, en el Señor:

¡Qué tranquilidad experimentamos, cuando está a punto de cumplirse la promesa hecha por alguien de quien nos podemos fiar plenamente! Del cumplimiento no nos cabe ninguna duda. Tan solo nos resta esperar la hora.

Éste es el sentimiento predilecto que nos propone vivir, hoy, la Liturgia que celebramos, mientras oramos para que se adelante el tiempo de la salvación, como leemos en Isaías: Rociad, cielos, de arriba, y las nubes destilen la justicia; ábrase la tierra y prodúzcanse la salvación y la justicia.

El profeta Miqueas señalaba ya con el dedo el pueblo de Belén, lugar del nacimiento, diciéndonos que el que vendrá, nos trae la paz y la liberación. Ahora que se acerca la Navidad, hemos de preparar nuestro corazón para celebrar con gozo y profundidad la venida del Liberador. Para ello, mientras que mucha gente se preocupa únicamente de comprar, regalar, felicitar, enderezar su casa y adornarla, programar comidas de hermandad y viajes, nosotros, sin despreciar nada de todo aquello, pondremos nuestra determinación más generosa en prepararnos nosotros mismos por dentro, mientras pedimos con ahínco al Señor que nos renueve y nos permita ver el resplandor de su mirada, para que seamos salvos.

La segunda lectura nos ha revelado que Jesús viene para entregarse por nosotros y que, eliminando los sacrificios de animales y otros ofrendas, ahora se ofrece a si mismo, desde el momento de su concepción, saliendo fiador a favor nuestro, para purificarnos del pecado y enriquecernos con el bálsamo de su divinidad. Desde aquel momento, queda en evidencia que está dispuesto a llegar por nosotros hasta la ofrenda de su cuerpo, hecha de una vez para siempre, para cumplir la voluntad de Dios.

Éste es el resumen del misterio salvador de Jesús: El Niño que nace en Belén, dándonos motivos entrañables de meditación y de gozo, es el mismo que, al final de su vida pública, se entregará por la salvación de la humanidad. De este modo nos da a entender cuál es el camino que nos conviene elegir: vivir para los demás y para Dios de tal manera, que no nos contentemos con dar de lo nuestro (nuestras cosas), antes nos equipemos de tal generosidad, que seamos capaces de darnos a nosotros mismos, contribuyendo a que la gente sea más feliz, en un mundo cada día más hermoso.

Hoy hacemos una mención especial de María, la Madre de Jesús. El estado de ánimo de una madre que espera, la fe en el Mesías de quien ella es portadora, la actitud misionera acercando su misterio a Elisabet para que participe de él desde el primer momento, convierte a María en portadora de Dios a los otros, en anunciadora de la Buena Noticia, en evangelizadora universal. La eficacia de su presencia se manifiesta inmediatamente, pues el hijo de Elisabet ha recibido la influencia del Mesías con la sola presencia de María y salta de gozo en las entrañas de su madre.. En adelante, ninguno estará cerca de Jesús sin sentir los efectos de su salvación; y nadie estará cerca de María, sin percibir al mismo tiempo la presencia benéfica de Jesús.

¿Estamos nosotros tan cerca de María por la devoción confiada y tan cerca de Jesús por la fe y la esperanza, como para poder experimentar los efectos de la salvación a semejanza de Juan el Bautista?