Domingo III de Pascua (C)

Amigos muy amados, en el Señor

La resurrección es la piedra clave de nuestra fe. Es la verdad que sostiene todo el edificio de esperanza y caridad de la vida cristiana. Podríamos afirmar que el Hijo de Dios se hizo hombre para resucitar y que todo en su vida, desde el nacimiento hasta la muerte, se encamina directamente a la resurrección. Desde nuestra perspectiva y por cuanto nos afecta personalmente, creemos que, por la resurrección de Jesús, se inaugura para el hombre la posibilidad y la manera de participar de la vida de Dios, fuera del tiempo.

En la naturaleza humana de Jesús resucitado toda la humanidad ha sido transplantada a la nueva manera de vivir. Hemos sido asociados a la vida trinitaria, que sobrepasa infinitamente nuestra capacidad actual de entender, de amar y de experimentar. La familia humana, representada en la persona de Jesucristo, ha sido admitida en la gloria del Padre, y cada miembro de esta familia, a su manera, ha sido hecho merecedor de la alabanza, honor y gloria del mismo Jesucristo por los siglos de los siglos.

Por estas y otras muchas razones el acceso a la fe en la resurrección de Jesús es el paso más importante después de la fe en Dios Padre, creador y Señor. Convenía, por tanto, que hubiera unos testigos fidedignos y libres de toda sospecha, como lo puso de manifiesto el mismo Jesús, poniéndose en contacto reiteradamente con sus discípulos, después de resucitado.

El Evangelio de hoy explica la tercera de las apariciones. Anteriormente se les había aparecido en el lugar donde se hallaban recogidos después de la pasión y muerte. Ahora lo hace en medio de su trabajo diario, a la orilla del lago de Tiberíades, cuando amanecía, después de una noche de fracaso total en la pesca. Ninguno lo reconoció en el primer momento, y entraron en conversación con el desconocido: Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: No. Él les dice: Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Al ver el gran milagro empezaron a creer. Juan, el primero. Después, Pedro se echó al agua para acercarse al Maestro. Mientras almorzaban: Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.

Con aquél y parecidos episodios se forjó firmemente la fe de los apóstoles en el resucitado. Ninguno de ellos había sido testigo del momento espectacular y preciso en que Jesús salió victorioso del sepulcro; pero todos experimentaban con evidencia la nueva vida del Señor que estaba con ellos: una vida diferente, ágil, trascendente, glorificada, divina, celestial; pero cordial y cercana. En adelante, tuvieron coraje para obedecer a Dios, antes que a los hombres: ninguna prohibición, ninguna amenaza les impidió proclamar con entereza: El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien vosotros matasteis, colgándolo de un madero. (…) Los apóstoles salieron del Sanedrín contentos de haber merecido aquel ultraje por el nombre de Jesús.

Después, todos gastaron sus vidas para anunciar al mundo el hecho extraordinario y verídico de la resurrección de Jesús, y reuniendo a los que creían en pequeñas comunidades que, abrazada la fe, se convertían en seguidores fieles del Maestro divino.