Hermanos míos y amigos:
Seguramente estamos convencidos de que saber mucho sobre Dios y conocer los pormenores de nuestra religión no nos basta, puesto que aquel conocimiento teórico nos suele dejar indiferentes y raramente mueve a una adhesión entusiasta, como la que hace falta para optar por un estilo nuevo de vida, que nos exige sabiduría para discernir y determinación para mejorar constantemente. Podemos, en efecto, haber alcanzado un buen nivel de conocimiento religioso y, al mismo tiempo, quedarnos estancados en una vida estrecha centrada en nosotros mismos, satisfechos en nuestro pequeño mundo, sin que nos demos cuenta de nuestros defectos, pobreza espiritual y narcisismo; sin que volvamos muestra mirada alrededor, para descubrir los males del mundo, las necesidades que agobian a muchos de nuestros semejantes, ni siquiera el proyecto fiel y generoso de Dios empeñado en que todos los hombres sean felices y se salven.
Para que el hecho religioso llegue a nuestras entrañas hace falta tener alguna experiencia de Dios como la que tuvieron todos los profetas, como la que tuvo Moisés en el pasaje del Éxodo que hemos leído hoy con la zarza que ardía sin consumirse. Fue en aquel momento cuando Moisés entró en contacto estimulante con Dios. Fue entonces cuando reconoció que su vida no podía seguir teniendo como único objetivo ocuparse de su familia y de su rebaño; fue entonces cuando comprendió que debía convertirse y entregarse para la salvación de todo un pueblo; solamente entonces se pudo sentir llamado y enviado por Dios que, en la experiencia vivida, le había concedido ver la necesidad de la tarea encomendada y disponer de fuerza interior para llevarla a cabo.
Una reacción parecida es la que pretende San Pablo de la comunidad de Corinto, que vivía satisfecha y aletargada porque, a su parecer, ya lo tenía todo: habían recibido la Buena Nueva, estaban bautizados, participaban de la Eucaristía y se creían inmunizados contra toda tentación. Pero él les advierte que se guarden de la pretensión de verse ya salvados, y les exhorta a perseverar hasta el fin, seguros de la fidelidad de Dios. Para espolear su despertar espiritual, les recuerda cómo los antiguos israelitas, que en el desierto andaban amparados por la nube, alimentados con el maná y habían bebido del agua milagrosa de la roca, murmuraron, a pesar de ello, contra Moisés y contra Dios, y anhelaron el regreso a la antigua esclavitud, razón por la cual la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto.
La experiencia íntima de Dios nos es necesaria también a nosotros para que -unidos a él- nos podamos sentir solidarios de todos los hombres del mundo en el bien y en el mal; para admitir que el mundo anda extraviado por culpa nuestra -de todos los hombres- que con demasiada facilidad nos contentamos con no hacer el mal -no matar ni robar, como dicen algunos-, cuando sabemos de sobra que se nos pide más: que demos fruto, que hagamos el bien, que participemos activamente en el construcción más justa y habitable de la tierra. Es lo que nos quiso decir Jesús con la parábola de la higuera estéril. En efecto, era un árbol que no hacía mal a nadie, pero no daba fruto. Pero Dios da siempre otra oportunidad. Contestó el viñador: Señor, déjala todavía este año; yo cabaré alrededor y echaré estiércol, a ver si da fruto.