Domingo II de Pascua (C)

Hermanos, en el Señor resucitado:

La vida terrena de Jesús, a primera vista, no aparece precisamente coronada de éxito. Antes, en presencia del catastrófico final, un juicio precipitado inclinaría la balanza a favor de sus enemigos que se salieron con la suya, mientras el programa de Jesús quedaba bajo el signo del fracaso. Un fracaso que resultó ser aparente tan pronto como se confirmó el hecho de la resurrección. La muerte había sido el final de un acto y la bajada de telón, pero, apenas el tiempo de un respiro, subió de nuevo el telón y apareció invertido el resultado del espectáculo. La lúgubre escena anterior quedó totalmente transformada: Jesús había superado todas las limitaciones terrenales y revestido de gloria se apareció a sus discípulos, a quines llenó de paz y de gozo por el anuncio de la salvación, confirmándoles con la efusión del Espíritu y reuniéndoles en comunidad viva. La misma incredulidad de Tomás y las dudas de otros discípulos evidencian con mayor fuerza la realidad de los hechos. Después de aquello, los apóstoles y demás creyentes, con su compromiso de fe, ponen en marcha el Reino de Dios que Jesús había anunciado. A partir de aquel momento, el misterio de salvación se abrió paso rápidamente a través de los continentes y los siglos, hasta llegar a nuestros días.

La primera lectura nos ha recordado la fuerza sobrenatural de la primera comunidad presidida por los apóstoles, que obraban milagros y prodigios en el pueblo; hasta el punto, que la gente sacaba los enfermos a la calle, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno. Los Hechos de los apóstoles constatan el ritmo creciente con que hombres y mujeres se convertía a la fe en el Señor.

La nueva comunidad comenzó a celebrar muy pronto el domingo, el día del Señor, que pasó a ser la fiesta semanal para revivir la experiencia de Jesús resucitado; el día dedicado a recordar sus enseñanzas, profundizando en ellas con la lectura meditada de las Santas Escrituras; el día para la plegaria comunitaria y para saborear en común las experiencias espirituales con que el Señor se les manifestaba. En la experiencia comunitaria entendían claramente el sentido de la promesa de Jesús: Yo estaré con vosotros siempre, hasta el final de los tiempos.

Nosotros, hermanos, somos hijos de aquella primera comunidad; y, si aportamos el mismo compromiso de fe, nos deleitaremos con la misma presencia de Jesús resucitado, y entraremos, por gracia suya, en el mismo camino que conduce a la vida. El domingo es también nuestro día y el día del Señor, que nos da ocasión de profundizar en la paz actual y en la esperanza de la gloria a que estamos predestinados, y a aprender a distinguir el verdadero bien de aquellos otros aparentes, como son en general todos los bienes temporales y, muy especialmente aquellos que son engañosos, porque son el mal con apariencia de bien.

Si vivimos de verdad el domingo enriquecido con la celebración eucarística, aprenderemos a llevar a nuestra vida el misterio de Jesús resucitado y pregustaremos el deleite a que estamos invitados: nuestra vida de resucitados, con Jesús, en la gloria del Padre. El domingo es nuestro gran día para experimentar que Jesús está con nosotros siempre, transformando paso a paso nuestro interior y preparándonos para la vida que él nos ha merecido.