Domingo II de Adviento (C)

Los padres suelen avisar a sus hijos de los peligros, y los animan a superarlos. Desearían que aquellos no tuvieran que pagar caro el aprendizaje de la vida; pero ellos suelen responder que han de correr el riesgo de seguir el propio camino, viviendo la experiencia incluso de los errores y fracasos. Es exactamente lo que hizo el pueblo de Israel: avisado por los profetas no les hacía caso alguno, y pagaba caros sus errores y sus extraviadas experiencias, que se convertían en una severa y onerosa penitencia, que, el amor entrañable de Dios aprovechaba para la conversión del pueblo y su retorno al camino de salvación.

Tan pronto como habían reconocido la culpa les era levantado el castigo, y el Señor les ofrecía el retorno a la anterior prosperidad, como queda perfectamente ilustrado por la primera lectura de hoy, cuando el profeta Baruc invita a Jerusalén a despojarse de su vestido de luto y aflicción y a vestirse de las galas perpetuas de la gloria que Dios le da. El profeta describe una fiesta exultante por el retorno del pueblo que, por orden del Santo, vendrá de oriente y de occidente, llevado gloriosamente como en un trono real. El entusiasmo del profeta por el perdón de Dios a favor del pueblo llega al punto de imaginar que Dios ha mandado abajarse a todos los montes elevados y a las colinas encumbradas, ha mandado llenarse los barrancos hasta allanar el suelo, para que Israel camine con seguridad. Guiado por la gloria de Dios,(…)Porque Dios guiará a Israel con alegría a la luz de su gloria.

El Evangelio nos ha presentado a Juan Bautista recorriendo toda la comarca del Jordán y predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, porque sabía cuán inminente era la venida del Mesías y, con él, la irrupción del Reino de Dios; y tenía conciencia de la disposición favorable del Señor, así como de que sus designios de salvación estaban a punto de cumplirse. En aquel marco, Juan se sentía llamado a provocar la conversión de la gente y gritaba por toda la ribera del Jordán: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos.

Para nosotros la salvación está a punto de llegar, pero ha de hallar el camino preparado. Es imprescindible hacer un camino de conversión que consiste en: abrir ruta por la fe, elevar los valles abandonando la desconfianza y el pesimismo, rebajar los montes y colinas del orgullo y autosuficiencia, enderezar lo torcido de las intenciones, las malas costumbres y el afán desmesurado por la satisfacción de los sentidos o la preocupación por los negocios. Con esta preparación, todos verán la salvación de Dios.

Aceptemos este Adviento como una llamada personal, semejante a la de Juan en la ribera del Jordán. Deseamos recoger los mismos frutos que él anunciaba: ver la salvación de Dios. Para ello, vamos a poner los mismos medios que él exigía: preparar el camino del Señor y allanar sus senderos. Un modelo perfecto la hallaremos en la comunidad de los filipenses, a quienes elogia San Pablo porque han contribuido a la causa del Evangelio desde el primer día hasta hoy. Por esto, ésta es mi convicción (dice San Pablo) que el que ha inaugurado entre vosotros una empresa buena la llevará adelante hasta el día de Cristo Jesús. Y Pablo ruega por ellos pidiendo que su amor siga creciendo más y más y lleguen limpios e irreprensibles, cargados de frutos de justicia, hasta el día de la venida de Cristo.