Amados hermanos:
Nos ha reunido esta tarde la conmemoración de un acontecimiento entrañable: la Santa Cena del Señor. Con ella, no solo vamos a recordar un hecho histórico decisivo, sino, sobre todo, a actualizarlo -como si dijéramos a repetirlo- con nuestra plena participación, en manera alguna como espectadores o estudiosos del pasado, sino como personajes implicados de lleno en la trama que comienza con este acto, y acabará con gozo exultante la noche pascual.
Hoy vamos a evocar aquella sagrada cena de Jesús con los doce y a repetirla verdaderamente. Esta tarde, es con nosotros con quienes está reunido Jesús. Ahora somos nosotros los invitados a esta mesa a la que acudimos gozosos, porque en ella se nos permitirá pregustar el gran banquete del reino. Este acto muy especialmente, como también las Eucaristías que celebramos todos los domingos del año, es el cumplimiento dócil y alegre del mandamiento de Jesús a los suyos, después de haber compartido en comunión el pan y el vino, diciéndoles: Haced esto en conmemoración mía.
Jesús presidió la cena de despedida con la ternura y el dolor propios del momento, cuando iba a ser entregado; y, como en aquel momento histórico, también esta tarde, nuestra celebración comienza el camino de Jesús, a través de la pasión y muerte en cruz, en dirección al triunfo pascual, y nos dispone a participar personalmente del misterio completo de muerte y resurrección de Jesús.
Un clima especial de amor, de esperanza y de generosidad, impregnado de dolor por la angustia del momento presente, debió presidir la celebración de aquella cena, y es conveniente que presida la nuestra al eco de las palabras del evangelio de Juan: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Un amor que nos dejó en herencia para que lo vivamos a semejanza suya, concretándolo en forma de mandamiento, el más grande, en realidad el único que nos dejó. Un amor sencillo, humilde y servicial, expresado ejemplarmente en el lavatorio de los pies.
Como coronamiento de la celebración, Jesús ofreció al Padre su cuerpo y su sangre (su vida) y, en forma sacramental, entregó el pan y el cáliz a los apóstoles para que estuvieran en plena comunión con él. Y en el pan y el cáliz tenemos el recuerdo que nos deja como memorial suyo, para que participemos en su misterio pascual hasta que vuelva, dado en forma de alimento para el largo camino que nos queda por recorrer, hasta alcanzar la libertad total del reino.
Al servicio de este gran don está el ministerio sacerdotal por Jesús instituido. El presbítero que preside la eucaristía es signo de Jesucristo y, de alguna manera, hace visible la presencia real de Jesús resucitado en todas comunidades que celebran la eucaristía, no por ningún poder o privilegio, sino por el encargo de servir a la comunidad, como lo hizo Jesús.