Amados en el Señor:
Enseguida nos percatamos fácilmente cuán actual sea el mensaje que hemos escuchado, del profeta Isaías. Decía así: Mira: Las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos. Dondequiera que miremos, en nuestro tiempo, ni el presente se ve con claridad ni el futuro ofrece buenos presagios. ¿Cómo es posible esta situación -nos podemos preguntar- si nos promete el profeta: Sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti? ¿No encontraremos la respuesta en nuestra misma actitud, al darnos cuenta que queremos caminar confiando en nuestra propia luz, en vez de acercarnos a la luz del Señor? El hombre moderno se ha encerrado en un círculo puramente humano que comienza y acaba en él mismo, porque no ha caído en la cuenta que no tiene luz propia ni recurso alguno suficiente para aclarar su situación y dar salida a sus necesidades.
El mismo Isaías nos muestra el camino de salida, cuando dice: Caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora. Salir del círculo meramente humano que hemos trazado con nuestra orgullo, recobrar el sentido olvidado de trascendencia, abrir los ojos a la esperanza, dejarnos conducir y salvar por Dios, sería poner las condiciones para disipar las tinieblas que cubren la tierra y poder ver gozosamente horizontes llenos de fascinación, que se extienden ante nosotros, cara al futuro, y se hallan perfectamente iluminados por la luz de la gloria del Señor.
La fiesta de hoy nos brinda la ocasión de reflexionar y comenzar a caminar en la nueva dirección. Porque, hoy, celebramos que el Niño nacido en Belén es la luz del mundo y el salvador de todos los pueblos; no solamente de los judíos o de los cristianos, sino de todas las naciones y razas, religiones y condiciones sociales, representados con gran acierto pedagógico en los magos de Oriente que, habiendo visto la estrella la siguieron con tesón y fidelidad, y al encontrar al Niño en brazos de su madre, lo reconocieron inmediatamente como Mesías y postrados lo adoraron, llenos de inmensa alegría. Contemplando con afecto y admiración la escena de los magos, entendemos mejor las palabras de San Pablo a los cristianos de Éfeso, cuando les dice: Que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio.
Verdaderamente, Jesús es para nosotros la luz de la verdad de Dios que apareció en este mundo por su encarnación, y sigue presente misteriosamente después de resucitado. Podemos descubrir fácilmente su presencia actual en la meditación de la palabra hecha con espíritu receptivo y humilde, y en el Sacramento de la Eucaristía, especialmente la comunitaria dominical. La otra realidad que nos permite percibir la presencia de Jesús resucitado es la persona del prójimo, cuando nuestra relación con él es de cercanía caritativa y de relación sincera; con especial relieve en nuestra relación con el pobre, el enfermo, el disminuido, el que padece soledad o cualquier otra clase de marginación. Lo que hacemos con uno de esos menesterosos, con el mismo Jesús lo hacemos.
Andando así, vivimos nuestra fe como una camino de búsqueda progresivo, hasta que consigamos aquello que hemos pedido en la oración Colecta de hoy, que pedía así: Concede a los que ya te conocemos por la fe poder contemplar un día, cara a cara, la hermosura infinita de tu gloria.