Domingo XXXII del tiempo ordinario (B)

Hermanos y amigos míos:

La condición humana es tal, que podemos engañarnos a nosotros mismos incluso en la práctica religiosa. Sería, en efecto, una religiosidad desviada, si nos moviera el interés o la vanidad, para centrarnos solamente en estos dos objetivos, y olvidarnos de lo esencial, que consiste en adorar a Dios por amor y reverencia. La religiosidad interesada se basaría en el «doy, para que me den». En este caso nos comportaríamos con Dios como solemos hacerlo con los hombres: espíritu mercantilista y de regateo; lo cual denotaría desconfianza para con Dios. Sería una actitud calculadora: a ver cuanto puedo sacar por tanto…

Cuando lo que predomina es la vanidad, el obrar de cara a la galería, se resolvería en esta cuestión: ¿Cómo puedo hacerlo para quedar bien ante los demás? Que los que me conocen tengan de mí un buen concepto, que se fíen de mi como persona religiosa, de buena conciencia y de principios rectos.

Cualquiera de estas formas de religiosidad es incorrecta y engañosa. Por una parte, Dios no necesita de nuestros dones, porque todo es suyo. Si pues, no son fruto de nuestro amor ¿qué representan nuestras ofrendas? Tampoco hace falta que convenzamos a Dios para que nos ayude, puesto que nos está protegiendo sin parar, nos enriquece continuamente con toda clase de dones espirituales y, en definitiva, nos lo ha dado todo de una vez en su Hijo muy amado.

Frente a estas desviaciones, existe una religiosidad auténtica que sale del fondo del corazón, que se fundamenta en el conocimiento de Dios como el único, el santo, el misericordioso; que se manifiesta en la confianza total y mueve a ponerse en sus manos, sin duda alguna ni recelo.

El lugar óptimo donde se vive esta religiosidad es la comunidad de los creyentes adoradores, como miembro solidario que somos de la misma, y también, en la relación íntima y personal con Dios, sin pretensión alguna de querer ser reconocidos por los demás, ni causar buena impresión o disfrutar de buena fama entre los conocidos. Para personas así, la religiosidad es una cuestión de amor en virtud del cual se está dispuesto a darlo todo sin miedo a perder nada en el trueque, porque saben que su amor es infinitamente correspondido más allá incluso de lo esperado; antes al contrario, que de todo lo que pueden llegar a dar, recibirán el ciento por una y, además, la vida eterna.

Así era la fe y la religiosidad de aquellas dos mujeres alabadas en las lecturas de hoy. La primera, la viuda de Sarepta que, con lo último que le quedaba, hizo un panecillo para el profeta Elías y el Señor bendijo su desprendimiento y confianza radical: Ni la orza de harina se vació, ni la alcuza de aceite se agotó, como lo había dicho el Señor por medio de Elías. La otra era la viuda del evangelio, que se acercó al arca de las ofrendas y echó los dos reales que le quedaban, confiando como la otra en la providencia de Dios y mereciendo la alabanza emocionada de Jesús que, llamando a sus discípulos les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra. La grandeza de nuestras obras depende sólo de la manera y la intención.