Domingo XXXI del tiempo ordinario (B)

Hermanos muy amados, en el Señor:

La primera lectura, el salmo y el evangelio de la liturgia de hoy han centrado nuestra atención en el Señor, que es nuestro Dios; único en su grandeza infinita y en la eternidad de su existencia, y sin embargo, no es despótico ni distante o inaccesible a los hombres, sino cercano con su providencia protectora y amorosa. Es roca que nos da seguridad y muralla que nos libra de peligros; es escudo y fuerza que nos salva.

La persona que deja de confiar en él resulta desprotegida y a merced de su propia impotencia, así como de las fuerzas agresivas contrarias, que vienen del exterior, de sus enemigos espirituales; y no puede refugiarse en el pensamiento del salmista, cuando, viéndose rodeado de enemigos, clama al Señor y se refugia en él. Aquel que ha perdido el contacto con Dios queda aislado en su miseria como el caminante extraviado en el desierto, dirigiéndose a ninguna parte. El tal no tiene roca donde ampararse ni escudo con que protegerse.

Contrariamente, el fiel que se refugia en el Señor responde espontáneamente al amor y a la protección que recibe. Nada hay para él tan importante como amar al Señor, su Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Y, sabiendo que el amor se demuestra con las obras, procura guardar en su corazón las palabras de los mandamientos y ponerlas en práctica con toda la firmeza de que es capaz.

El que ha fijado su mirada interior y su esperanza en Dios, sobre todas las cosas, es como una pantalla gigante, fiel receptora de los beneficios del amor del Señor, que se halla naturalmente en comunión con él y, con la misma fidelidad con que recibe aquellos dones, los irradia y transmite generosamente a los demás.

Por ello, el que ama de veras a Dios jamás se contenta con vivir personalmente el primer mandamiento, el de amar a Dios sobre todas las cosas, sino que se proyecta con toda la fuerza posible hacia los demás, compartiendo con ellos el amor que ha recibido; y es cuando empieza a amar a los otros como a sí mismo, porque comprende que es lo mejor, y más agradable a Dios que todos los sacrificios y todas las ofrendas presentadas sobre el altar.

Mirar a Dios y pensar en él como en el amor primordial y fascinante de nuestra vida, y dejarnos amar y proteger por él sin condiciones, será el éxito supremo a qué podemos aspirar; y transmitir a los demás aquel amor, amándoles como a nosotros mismos, será la empresa más gigantesca y consoladora que podemos cumplir.