Domingo XXVI del tiempo ordinario (B)

Amados en el Señor:

Las lecturas de hoy han podido resonar en nuestra mente de forma muy radical, y dar pie a serias reflexiones para mejor ordenar nuestra vida moral; sin que ello dé motivo racional a cualquier sentimiento de pánico o espanto, pero sí de un moderado y sano temor que despierte la conciencia de responsabilidad y el ánimo de superación personal.

Por ejemplo, Santiago habla a los que son ricos y no saben hacer buen uso de sus bienes, diciéndoles: Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza. En el evangelio, Jesús nos advierte también del peligro que corremos si utilizamos nuestras dotes naturales locamente, y con ánimo egoísta y ausente de toda consideración para con los demás; y dice: Si tu pie te hace caer, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno. Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno.

La noticia del infierno, presente en todas las religiones de una u otra manera, es misteriosa e incompresible para nosotros. Con todo, el sentido común nos dice que la suerte de los justos no puede ser la misma que la de los pecadores -algunos de ellos monstruosos-; sobre todo si tenemos en cuenta que no pocos justos, para mantenerse fieles a Dios, han tenido y tienen que suportar la persecución de parte de los malvados e incluso, a veces, la muerte.

Por ello, nos parece justo que, mientras el Señor entrega a los justos la recompensa, arma la creación para castigar a sus enemigos. De esta suerte, la maldición de Dios y la hostilidad de la creación constituyen el infierno, que ya no puede ser entendido como un lugar de tormento por el fuego y la desesperación eternos, sino como la frustración de todas las aspiraciones y el malogro de la vida entera, que nos ha sido dada para florecer en la apoteosis final de la eternidad de Dios. El concepto de infierno quizás se defina mejor por la expresión bíblica usada también con frecuencia, que habla de muerte eterna o muerte segunda, para dar a entender que, quien haya vivido y siga a la hora de su muerte lejos de Dios rehusándolo, morirá definitivamente, sin tener parte en la resurrección.

La Escritura dice que, por su muerte, Cristo triunfó del último enemigo (la muerte) y forzó las puertas del infierno (la permanencia definitiva en la muerte), y que, así como por Adán la humanidad fue condenada a la muerte y a la separación de Dios, por la resurrección de Cristo se reabrieron las puertas infernales y se restauró el don de la vida. La Iglesia es el fruto y el instrumento de esta victoria. Cristo es, pues, la salvación del infierno para todos los que se acogen a su persona.

El descenso de Jesús a los infiernos, como confesamos en el Credo, significa su muerte como hombre; y la glorificación, su victoria como Dios; y así, es Señor en el cielo después de haber subido de entre los muertos. Nuestra fe es que, obedeciendo al Evangelio, nos realizamos según el plan de Dios y caminamos sin tropiezo hacia una plenitud de salvación. Pero también creemos que, haciendo mal uso de nuestra libertad, podemos desbaratar el proyecto y destruirnos a nosotros mismos, para volvernos incapaces de participar de Dios y de su felicidad y enquistarnos en la frustración total. Aquello sería el infierno.