Domingo XXIII del tiempo ordinario (B)

Hermanos bienamados en el Señor:

La palabra de Dios es siempre un mensaje de consolación que, en la liturgia de hoy es recogido de forma especialmente viva. Isaías comienza, diciendo: Decid a los cobardes de corazón: «Sed fuertes, no temáis (…) mirad a vuestro Dios que (…) viene en persona, resarcirá y os salvará».

Ahora, también hay corazones acobardados por la soledad, la falta de salud, la situación familiar, el riesgo de perder el trabajo, el camino que han emprendido los hijos, nuevo y extraño para los padres, la incertidumbre del futuro. Ante cualquier panorama desolador la palabra de Dios nos dice: Sed fuertes, no temáis.

Porque Dios hará las cosas nuevas y todo será diferente. Lo asegura el profeta: Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, pues no sabemos bien hasta que punto somos ciegos y sordos por cuanto se refiere a nuestro mundo espiritual y al designo de Dios sobre nosotros, que estamos acostumbrados a verlo todo a ras del suelo con una mirada carnal, temporal, materialista, interesada, intrascendente. Y Dios quiere abrirnos los ojos y los oídos para que vislumbremos el fabuloso e indescriptible plan divino sobre nosotros, que se expresa con las siguientes imágenes poéticas: Porque han brotado aguas (el designio de Dios) en el desierto (nuestra esterilidad espiritual), torrentes en la estepa (nuestra vida terrenal ardua e ingrata); el páramo será un estanque, lo reseco (nuestros deseos no cumplidos) un manantial (el sentido, la fecundidad, el gozo).

Y, a más distinta y humilde conciencia aceptada de nuestra precaria situación, más generosamente, el Señor nos dará su consuelo, según la famosa expresión de Santiago, cuando dice: ¿Acaso no ha escogido Dios a los pobres del mundo para hacerlos ricos en la fe y herederos del reino, que prometió a los que lo aman?

Acordaos de cómo Jesús llevaba el consuelo a cuantos le rodeaban: Le presentaron un sordo que, además, apenas podía hablar, (…) Él apartándolo de la gente a un lado le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó a lengua. (…)Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la palabra de la lengua y hablaba sin dificultad.

Aquel milagro físico llevaba consigo un sentido espiritual, dando a entender que lo que Dios quiere es la liberación humana de todas las limitaciones tanto corporales como espirituales, ya en esta vida, como preparación para la vida perfecta con él, cuando se dará sin ninguna limitación y se verá realizada perfectamente nuestra personalidad y satisfechos nuestros anhelos más profundos. Será la posesión, para siempre, del Reino de los Cielos.