Domingo XXII del tiempo ordinario (B)

Hermanos muy amados en el Señor:

Nos engaña y perjudica, no pocas veces, la tendencia innata a guardar las apariencias; y ello nos inclina con facilidad a cumplir los ritos externos y las ceremonias, en detrimento de la necesaria interiorización y, cuando nos quedamos en el orden de los actos externos y de las apariencias, suele ser más con la intención de dar una buena imagen que con el propósito de verdadero progreso espiritual.

La explicación de aquel comportamiento sería, en parte, que es mucho más laborioso bajar a nuestro interior por medio de la reflexión y la apertura de corazón, que llevar a cabo unas prácticas o seguir ciertas normas externas; cuando, a pesar e ello, el verdadero encuentro con Dios ha de tener lugar en el fondo de nuestro corazón, si nos abrimos con toda sinceridad.

Los fariseos y los maestros de la ley, de quines habla el evangelio de hoy, eran también personas ritualistas y escrupulosas del cumplimiento de las normas externas, como eran: no comer sin lavarse las manos, aferrarse a la tradición de los mayores, como lavar platos, jarras y ollas, mientras omitían, por olvido, el cuidado de sus intenciones y la limpieza del corazón.

El Maestro les quiso advertir diciendo: Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres.(…) Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, como está escrito: «El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos». Jesús quiere que entiendan que «nada que entre de fuera puede hacer al hombre impuro; lo que sale de dentro es lo que hace impuro al hombre». Porque de nuestro corazón sale el bien y el mal, según sean nuestras intenciones, nuestros deseos o rechazos.

Cuando nos abrimos con sinceridad y humildad delante de Dios, él mismo cultiva nuestro interior y nos enriquece, de acuerdo con lo que nos ha dicho Santiago en su carta: Todo beneficio y todo don perfecto viene de arriba, del Padre de los astros, en el cual no hay fases ni períodos de sombra.

Cuando vamos a Misa, por ejemplo, lo único que importa es disponernos a recibir al Señor que viene y se hace presente por la palabra y el sacramento. La palabra y el sacramento tienen el poder de salvarnos, por el hecho de darnos conocimiento de la verdad, fortaleza de voluntad y constancia en el amor, para vivir según los mandamientos del Señor. Así podemos seguir firmemente la exhortación que nos daba el libra del Deuteronomio: Ahora, Israel, escucha los mandatos y decretos que yo os mando cumplir. Así viviréis y entraréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar.

Una auténtica vida cristiana se da en nosotros cuando, abiertos con sinceridad y humildad al amor de Dios siempre presente en nosotros, nos puede él comunicar la participación de su santidad. En toda relación entre Dios y nosotros lo que nos transforma y nos salva nunca jamás es aquello que nosotros hacemos, sino lo que recibimos.