Domingo XV del tiempo ordinario (B)

Mis amados hermanos:

La sociedad en que vivimos, más que nunca, tiene la mirada puesta en la productividad: producir más, mejor y en menos tiempo. Parece realmente que la única razón de existir sea la eficacia económica. Ahora bien, la experiencia nos enseña que, aun con los mejores resultados, el hombre no queda totalmente satisfecho, porque nos damos cuenta que, a base de ganancia y consumo, acabamos consumiéndonos nosotros mismos. ¿Para qué sirve la ganancia si la vida ha perdido su sentido profundo? ¿No sentimos la necesidad de descubrir de nuevo las dimensiones misteriosas de la vida verdadera, los valores espirituales que superan la materia y satisfacen las necesidades más íntimas de nuestro mundo interior?

El Señor nos invita a valorar en su punto justo las pequeñas o grandes seguridades de la vida material, como en el caso del profeta Amós, que hemos escuchado. Dice él: El Señor me sacó de junto el rebaño y me dijo: «Ve y profetiza a mi pueblo Israel. Así fue separado de su precario modus vivendi y enviado al pueblo para despertarle y hacerle aspirar a valores más altos.

Es también el caso de los doce que, en el pasaje del evangelio, hemos visto como eran enviados por Jesús, de dos en dos, mientras les recomienda que anden desprovistos de toda seguridad: ni pan, ni alforja, ni dinero, ni túnica de repuesto; solamente sandalias y un bastón. Su misión era la de predicar el Reino de Dios y la conversión de los corazones. El reino de Dios es el resumen de los valores supremos de la persona humana: la verdad, la libertad personal, el respeto por el otro, el amor a los demás, la justicia hecha norma de vida. Y, más adentro de todo, la esperanza de la salvación, porque Dios es el Padre bondadoso que nos perdona, nos ama y nos predestina a poseer para siempre todo bien, toda belleza, toda felicidad.

El hombre moderno tiene suficiente razón y necesidad de poner en duda la eficacia de los valores materiales que le son propuestos por la sociedad en la que vive; al menos en la forma de valores absolutos que es como los valora la cultura de nuestro tiempo. Por eso, la frustración es más grande cuanto más ciega es la confianza que se ha depositado en los mencionados valores temporales.

En medio de la confusión en que vive el hombre contemporáneo, el Reino predicado por Jesús es el norte que permite reencontrar la órbita perdida a toda la gente de buena voluntad; siendo la Iglesia, por medio de la predicación, de la oración y los sacramentos, quien denuncia los errores de la época y guía a ésta a la búsqueda de un suplemento de alma, camino del puerto de salvación.

La Comunidad, reunida para celebrar la Eucaristía y los demás misterios de fe, garantiza que nuestros sueños no son una utopía imposible. La comunión de los reunidos en Jesucristo siempre viviente, encuentra, ya ahora, una primicia gozosa de lo que ha de ser la apoteosis final.