Domingo XII del tiempo ordinario (B)

Hermanos míos en el Señor:

Todos nosotros somos discípulos de Jesús desde la más tierna infancia, por el Bautismo y por la formación cristiana que hemos recibido en el seno de la familia, en el ambiente comunitario y en la Catequesis; cosa que no nos impide sentir una cierta envidia por los que vivieron en compañía de Jesús, porque nos agradaría conocerle mejor y acabar descubriendo todo su misterio.

Los hechos nos demuestran, por el contrario, que sus discípulos tampoco le acabaron de conocer cabalmente, como nos relata el fragmento del Evangelio de Marcos que hemos escuchado, pues nos dice que, cuando con una sola orden de Jesús el viento cesó y vino una gran calma, los discípulos se quedaron espantados y se decían unos a otros: «¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y las aguas le obedecen!

Más tarde, los discípulos de Emaús, después de haber pasado unas horas con él, que se les apareció resucitado, no pudieron conocerle hasta que, al sentarse a la mesa, tomó el pan como lo había hecho en la última cena. Entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron.

Esto nos enseña que, para conocer de veras a Jesús, no es suficiente saber cosas sobre él: como las narraciones de su nacimiento e infancia, de sus palabras y obras durante los tres años de ministerio público, o los azares de su pasión, muerte y resurrección. No lo conocemos verdaderamente hasta que, por la fe que es un don de Dios, le reconocemos como enviado del Padre, como Mesías y Salvador.

Cuando conocemos a Jesús por la fe y lo aceptamos como camino, verdad y vida que conduce a Dios, comenzamos a vivir en él y de él, como dice San Pablo cuando nos asegura que su vivir es Cristo. En llegando a este estado vivimos una vida nueva, es como si volviésemos a nacer, como si fuésemos creados de nuevo.

A aquél que vive en Cristo le anima una confianza absoluta en Dios, y, aunque le toque sufrir los imponderables que la vida lleva consigo, nada hay que le espante seriamente o le aparte de él, porque sabe de quién se ha fiado.

Normalmente no sentiremos su presencia y, a veces, parece como si Jesús durmiera en nuestro interior; no nos preocupemos: cuando sea el momento, él calmará las tempestades de nuestra alma y propiciará el retorno de la paz, después de la turbación que amenazó de ponernos en peligro.

Cuanto más auténtica sea nuestra fe, tanto más deprisa experimentaremos su auxilio; por el contrario a fe más débil o inmadura, más débilmente y con menos claridad aparecerá su presencia y suporte. Cuando los discípulos estaban azorados por la furia de los elementos, despertaron precipitadamente a Jesús y él les dijo: ¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe? Nada tiene tanta importancia para nosotros como unir nuestra vida a la de Jesús en una fe sincera, aunque sea oscura, aunque no entendamos. Una fe que consiste esencialmente en fiarnos de él en la oscuridad del entendimiento. Su presencia y su amor nos harán perder el miedo y vivir en la confianza. Por él, nuestra vida y nuestras preocupaciones están en manos de Dios.