Hermanos muy amados en el Señor:
Es en verdad sorprendente la reacción de los fariseos en el pasaje evangélico leído hoy. Por los visto, aquel día, los discípulos de Jesús tenían hambre y, atravesando un sembrado en sazón, comenzaron a cortar espigas, a desgranarlas en su mano y se comían el grano con buen apetito. Así que se dieron cuenta los fariseos, levantaron el grito al cielo, porque aquello era faltar al reposo del sábado. A su parecer, aquella acción debía equivaler al trabajo de siega y trilla.
Los fariseos constituían una secta legalista que hacía consistir la perfección en el cumplimiento estricto de la ley hasta el último detalle, a veces hasta la irrelevancia y la ridiculez, mientras que se preocupaban menos de la rectitud de intención y de cultivar un corazón puro.
Jesús venia, por el contrario, a potenciar las buenas disposiciones interiores y, sin menospreciar la ley en absoluto, la situaba en su lugar, que consiste en ser norma y ayuda para guiar nuestros proyectos y acciones a su fin. La ley está fuera de nosotros y nos indica el camino. En las sociedades avanzadas estamos acostumbrados a vivir bajo la ley, recogida en los diversos códigos. Los cristianos y los adeptos a cualquier religión, conocemos los mandamientos que nos afectan y los hemos de respetar sin dejarnos esclavizar por ellos. Es más, lo que nos motiva a cumplir los mandamientos y las leyes es el convencimiento de su verdad y justicia, la voluntad de evitar todo perjuicio y toda molestia a los otros y la voluntad de un comportamiento moral que nos consolide como seres humanos y como hijos de Dios. En este supuesto, jamás seremos esclavos de la ley y sabremos aplicarla en su espíritu, mejor que en la letra estricta. En el caso que nos ocupa, Jesús pronunció una sentencia que ha permanecido hasta nosotros como referencia obligada en circunstancias parecidas. Las palabras de Jesús fueron éstas: El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado.
La ley de Dios, en su tercer mandamiento, nos manda reposar del trabajo diario un día por semana; lo cual es para nuestro bien. Humanamente, interrumpir el ritmo monótono del trabajo es librarnos de una alineación perjudicial, aunque este bien sea solamente un aspecto del sentido que tiene el precepto del descanso, ahora asegurado ampliamente por las leyes civiles. El otro aspecto es el expresado por las palabras del libro del Deuteronomio: Guarda el día del sábado, santifícalo, como el Señor, tu Dios, te ha mandado.
Es decir, santificar el día, no solo descansar. Ahí es donde puede fallar mucha gente de nuestro tiempo. Si durante la semana no hay tiempo ni disponibilidad, dado el estrés en que se vive ¿Por qué no aprovechamos el domingo para serenarnos espiritualmente y concedernos un tiempo de relación amorosa con el Señor y de atención a su voz interior?
La Iglesia nos lo facilita convocándonos a la celebración dominical de la Eucaristía, que nos ofrece atención relajada a la palabra de Dios y ejercicio de fe y amor en el sacramento de la presencia de Jesús resucitado. Nos ha dicho San Pablo: (la luz) ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos dando a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo. Ello se cumple en la celebración Comunitaria de la Eucaristía.