Domingo IV de Pascua (B)

Amados hermanos:

Un día, hacia las tres de la tarde, Pedro y Juan subieron al templo a orar. Al llegar, encontraron a un hombre inválido que, como de costumbre, habían llevado allí sus allegados para pedir limosna. En viéndoles el inválido les pidió limosna; a lo que Pedro respondió: Oro y plata no tengo, pero lo que tengo te doy. En el nombre de Jesús de Nazaret, levántate y anda. Él se puso de pie y entró con ellos en el templo, saltando de alegría y alabando a Dios.

Era normal que se organizara un gran alboroto y que la gente anduviera detrás de los apóstoles con gran veneración. Cuando los magistrados, los ancianos y los sacerdotes preguntaron a los apóstoles: ¿Con qué poder o en nombre de quién habéis hecho esto vosotros? Los apóstoles respondieron: Quede bien claro a todos vosotros y a todo Israel que ha sido el nombre de Jesucristo Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos; por su nombre, se presenta éste sano ante vosotros.

He querido resumir este hecho para que veamos que los apóstoles lo hacían todo siempre en nombre de Jesús. Eran conscientes de no tener poder alguno por sí mismos; y también de que Jesús resucitado les acompañaba siempre y obraba maravillas por medio de ellos, que le representaban.

Nos conviene comprender esto hoy, día del Buen Pastor, día para recordar que Jesús nos conduce y nos guía en el camino hacia Dios. Una vez resucitado el pastoreo de Jesús es invisible, porque ha pasado a un nuevo estadio de vida gloriosa que está más allá de nuestro entendimiento y sentidos. Continúa siendo real lo que dijo a sus seguidores por tierras de Galilea: Yo soy el buen pastor.

Pero, puesto que nosotros tenemos necesidad de signos: de ver, sentir y entender, encomendó a los apóstoles el pastoreo visible de su rebaño. Ellos lo cumplieron siempre, conscientes de que Jesús obraba secretamente en sus fieles y de que ellos no eran otra cosa más que sus indignos representantes.

Igualmente, ahora, nosotros, los sacerdotes, ejercemos nuestra misión representando a Jesucristo; algunos, y a veces, con gran coraje y entrega; otros, y también a veces, arrastrando nuestras imperfecciones y debilidades. Pero, en todo caso, sabemos que cuando el sacerdote bautiza es Cristo quien bautiza, y cuando dice las palabras de Jesús sobre el pan y el vino o da la absolución al penitente, es Jesús mismo quien consagra o perdona. Sabemos igualmente que, cuando el sacerdote promueve la pastoral de la parroquia con el anuncio de la palabra, la administración de los sacramentos o las demás actividades formativas, es el Espíritu de Jesús quien secretamente toca el corazón de los fieles, para que descubran la Buena Nueva y despierten con el deseo del Reino de Dios.

Por estas razones, confesamos claramente que el Pastor de la parroquia no es el rector, ni el equipo sacerdotal, sino el mismo Jesús. La imagen del Buen Pastor con su rebaño nos mueve a gratitud y a euforia espiritual, sabiendo que el Señor nos llama y nos pastorea conduciéndonos a verdes praderas, para que tengamos vida y la tengamos abundante.