Domingo IV de Cuaresma (B)

Mis queridos hermanos:

Cuando el pueblo de Israel estaba cansado de tantas penalidades en su peregrinar por el desierto, se quejó a Moisés y criticó a Dios por haberlos puesto en una situación tan dura. Entonces -y como castigo a su rebelión, de acuerdo con la narración de los Números- aparecieron unas serpientes venenosas que causaban la muerte con sus picaduras. Escuchando la oración de Moisés, el Señor le mandó hacer una serpiente de bronce izada en un estandarte. Como había prometido el Señor, cualquiera que hubiese padecido un picadura de serpiente, si la miraba, salvaba la vida.

El caso es una muestra de cómo Dios se sirve de mediaciones humanas y materiales para conseguir su propósito que es la salvación del hombre. También, cuando el pueblo hebreo fue deportado a Babilonia, el Señor se sirvió de Ciro, rey de los persas, para devolverles la libertad y el progreso. Dice así el libro de las Crónicas: Movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito un Decreto dando libertad a los judíos para volver a su tierra y reedificar el templo de Dios.

Aquellos hechos pueden ser considerados como signos proféticos de lo que había de venir con la persona de Jesús. Él mismo lo dijo a Nicodemo: Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna

Dios quiere que todos los hombres se salven, pero es necesario que cada uno de nosotros dé signos evidentes de querer aceptar la salvación ofrecida, puesto que Dios no nos salvaría sin la libre aceptación y colaboración; de lo contrario, sería una salvación impuesta: Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna.

Así, llegamos a un punto que nos cuesta mucho entender. Estamos acostumbrados al intercambio entre nosotros, de forma que nada recibimos ni damos de balde. Todo lo tenemos que ganar o merecer. Por ello nos cuesta creer que Dios nos quiera salvar por la fe en Jesucristo, que la salvación sea un don gratuito, y pensamos que la hemos de ganar y merecer a pulso. Recordemos aquellas palabras de San Pablo: Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir.

Las preguntas que algunos se hacen son éstas: ¿ Nos basta creer y podemos hacer lo que nos venga en gana? ¿No hace falta que nos desvivamos y esforcemos para obrar el bien? La respuesta es tan sencilla como evidente: si creemos de verdad, la fe transforma nuestra vida, nos cambia totalmente. Renovado el árbol, son nuevos los frutos que aquél produce. Si nuestra fe es verdadera, amamos a Dios espontáneamente, le admiramos, le adoramos y nos ponemos de buena gana a cumplir su voluntad. Si amamos a Dios, tratamos con justicia, verdad y amor a nuestros semejantes y respetamos a todas las criaturas de la tierra, porque todo es obra amada de Dios.

Dicho con palabras de San Pablo: Pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos.

En el justo, por tanto, coinciden las dos cosas: la fe y las buenas obras, aunque lo que salva no son las buenas obras, sino la fe, en atención a la cual, la justificación y la salvación nos son dadas gratuitamente. Cuando nos faltan de manera evidente y constante las buenas obras, lo que verdaderamente nos falta en el fondo del corazón, es la auténtica fe en Jesucristo.