Hermanos míos en el Señor:
El clima litúrgico de este domingo es todavía plenamente navideño, pero, de alguna manera, como todos los domingos del año, nuestra celebración contempla globalmente el misterio de Cristo, desde su nacimiento en Belén, hasta que fue resucitado por el Padre; pasando por el camino de solidaridad humana en la vida privada de Nazaret, y por la intensa vida apostólica en la que asumió con auténtico amor la indiferencia de los hombres y la oposición agresiva hasta la cruz.
Jesús, que es la sabiduría de Dios, la que existía desde el principio, había recibido la orden de plantar su tienda entre los hijos de su pueblo, para buscar reposo en la ciudad de los hombres que tanto él como el Padre aman.
En Cristo, el Padre nos ha bendecido…con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales…y nos ha destinado…a ser sus hijos.
San Pablo oraba por los fieles de Éfeso, para que el Padre glorioso les concediera una comprensión profunda del misterio de Jesús, una iluminación de la mirada interior de su corazón para conocer la esperanza a que eran llamados. Todo radica en la iluminación del corazón. La fe y la comprensión del misterio de Dios se recibe, se mantiene y se enardece en el corazón, porque el corazón es el punto de encuentro entre el Dios insondable y la insignificancia del hombre amado y salvado. El discurso de la razón humana tiene poco que ver para el encuentro con Aquél que era la Palabra de Dios, que era la vida, y la vida era la luz de los hombres. La mente humana es antes oscuridad que luz: La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la reconoció.
El corazón del hombre tiene la respuesta ante el misterio de Jesús. La acogida es propia del corazón, del corazón bien dispuesto. Es propio del corazón acoger o rehusar: Vino a su casa y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios. Para aquellos que han acogido al Hijo de Dios se hace la luz y se cumple lo dicho por San Juan en el evangelio: A Dios nadie lo ha visto jamás: Dios hijo único que está en el seno del Padre es quien lo ha dado a conocer.
Este tiempo de Navidad es propicio para bajar a nuestro interior con la sencillez de los pastores y la humildad de los magos, y disponernos a ser iluminados, y reconocer así a Dios en el Niño del portal. Cuando todo estaba en silencio y la tiniebla envolvía la tierra, algunos: los humildes, los pobres, los bien dispuestos, fueron invitados a adorar al Niño, a entender lo que ocurría, a dejarse llenar de alegría. Nosotros podemos ser como ellos.