Hermanos amados en el Señor:
Estamos en el tiempo litúrgicamente privilegiado de Cuaresma, en el que las celebraciones religiosas y el ambiente espiritual pretenden darnos una mano en nuestro crecimiento interior. El inicio de la Cuaresma tuvo lugar el miércoles pasado con la ceremonia de la imposición de la ceniza, donde la pedagogía de la Iglesia nos instruía para entrar en un tiempo especialmente apto para la reflexión, la plegaria y la conversión de corazón. Siguiendo aquellas pautas podemos renovarnos con gozo interior y prepararnos a vivir intensamente el más alto misterio de la salvación: la Resurrección de Jesús.
Las lecturas de este primer domingo nos ayudan a centrar nuestra atención en dos verdades tan profundas, como frecuentemente olvidadas: el pecado del hombre, la primera; la segunda, la salvación que Dios le ofrece generosamente.
El pecado -la degradación de la humanidad- es presentada en los textos bíblicos como la causa del diluvio arrasador. El pecado se presenta, más tarde, como la causa de la muerte de Cristo, como lo dice claramente San Pedro en su carta: Cristo murió por los pecados una vez para siempre. El mismo Jesús había pasado antes por la prueba de la tentación, que es como el campo de batalla entre el pecado y la gracia; y cuando fue a iniciar su predicación, impactado por el pecado de sus conciudadanos, les decía con fuerza y convicción: Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertios y creed en el Evangelio. Primera realidad, pues, en la cual también nosotros nos hallamos inmersos: el pecado.
La otra realidad, atractiva y esperanzadora, es la voluntad salvadora de Dios, expresada repetidamente en los textos de hoy. Primeramente, en el Génesis, encontramos la alianza de Dios con Noé y su familia: Hago un pacto con vosotros: el diluvio no volverá a destruir la vida, ni habrá otro diluvio que devaste la tierra. Y puso como señal visible de aquella promesa el arco iris entre las nubes. En el Salmo, el pueblo de Israel reafirma su fe y esperanza, repitiendo con fuerza: Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. Acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor.
San Pedro, por su parte, ha hecho referencia al agua del Bautismo que nos salva gracias a la Resurrección de Jesucristo. En él, la realidad del pecado de los hombres halla remedio definitivo porque, habiendo asumido Jesús todos nuestros males, especialmente en su pasión y muerte, los ha superado sometiéndose de buen grado a la voluntad del Padre, que lo ha resucitado y ha unido a su suerte toda la humanidad, ofreciéndoles la salvación con el perdón de los pecados. Segunda realidad de la que somos beneficiarios: la salvación ofrecida.
El espíritu de la Cuaresma nos facilitará, si participamos en él, tomar conciencia del mal que hay en nosotros, y del amor y el perdón indefectibles de Dios.