Domingo XXXIII del tiempo ordinario (B)

Hermanos muy amados, en el Señor:

Nos quedan dos semanas para acabar el año litúrgico, el cual es un ciclo pedagógico que pretende ayudarnos en la tarea de nuestro crecimiento espiritual, sobre todo con la meditación y la celebración del misterio de Cristo, Salvador. El ciclo anual comienza con la preparación (Adviento) y la llegada (Navidad) de Jesús al mundo, y acaba con el pensamiento puesto en el final de los tiempos, cuando la obra salvadora alcanzará su coronamiento triunfal.

Las lecturas de hoy nos invitan a traspasar los tiempos para mirar al final, cuando Jesús, el Hijo del hombre, volverá para clausurar la etapa temporal de la Historia. Nos recuerdan que el cielo y la tierra pasarán y que todo tendrá su fin; que, tiempo a venir, o la tierra no podrá soportar más la presión a qué está sometida o la misma evolución cósmica propiciará su muerte. Entonces, será también el fin de la raza humana en este mundo y entonces se salvará tu pueblo, según dice el profeta Daniel. Es conocido y aceptado por todos que el final ha de llegar algún día, aunque nadie sabe cuando. Leemos en San Marcos: El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.

A nosotros, verdaderamente, no nos importa saber o no el cuándo, aunque, ciertamente, nos ayuda saber que el fin del mundo, en el plan de Dios, no será un desastre aniquilador, sino el coronamiento triunfante de su obra creadora que, soliendo del tiempo, entrará en la eternidad de Dios. Por eso, llenos de confianza, podemos repetir en el corazón la alegría expresada en el Salmo, donde el salmista se alegra y está de fiesta y hasta nota cómo su cuerpo reposa confiado, porque sabe que el Señor no abandonará su vida entre los muertos, ni permitirá que caiga en la fosa aquél que le ama.

El pensamiento del fin del mundo y del tiempo, a causa de su lejanía, no ha de ser parte para que perdamos de vista el otro final, el más cercano, nuestro propio final; porque nuestro tiempo se acabará mucho más presto: cuando se acaben nuestros años y nuestros días; cuando el misterio salvador de Cristo, que ha de hacer su obra en nosotros, llegará a su fin. Para cada uno de nosotros aquél será el momento de entrar en la eternidad de Dios.

Con serenidad y confianza utilicemos el tiempo que nos queda para observar la realidad en qué vivimos, para descubrir lo que el Señor nos dice en cada circunstancia, y hagamos de toda nuestra vida una preparación; porque esto debería ser nuestra vida de ahora: un tiempo de preparación para degustar anticipadamente aquello que nos está reservado para cuando nos encontremos con el Señor que saldrá a nuestro encuentro luego del tránsito.

Si fuésemos lo bastante sensatos nos ocuparíamos frecuentemente de esta cuestión, porque entenderíamos que, ya ahora, la felicidad solo es plena y duradera, cuando servimos al Señor, autor de todo bien.