Domingo XXX del tiempo ordinario (B)

Hermanos y amigos, en el Señor:

De una u otra manera, todos padecemos un cierto grado de ceguera espiritual, porque nuestro mundo más cercano y familiar es el físico, y porque nuestros medios de acercamiento a lo trascendente reciben toda la información a través de los sentidos corporales. De ahí que nos cueste descubrir el sentido completo de nuestra vida, saber hacia dónde debemos orientarla para su cabal cumplimiento, entender cómo podemos administrarla provechosamente, o elegir los bienes y valores que más nos conviene perseguir y cultivar. Ni siquiera estamos seguros de cómo purificarnos de los pasos mal dados y librarnos de la culpabilidad y el mal moral que hemos consentido.

Nuestro estado es asombrosamente parecido al del ciego de Jericó, llamado Bartimeo; sólo que en él, la ceguera era física, mientras que en nosotros, es espiritual. El supo decididamente cómo solucionar su problema: se sentó a la vera del camino, esperando pacientemente el paso de Jesús. Hemos leído en el evangelio: Al oír que era Jesús nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí». La gente de los alrededores lo regañaba, pero no consiguió hacerlo callar. Su necesidad y su esperanza eran tan grandes, que le hacían gritar con más fuerza: «Hijo de David, ten compasión de mí». Jesús, al oírle lo hizo llamar y él dio un salto y se acercó a Jesús. –¿Qué quieres que haga por ti? , le dijo Jesús. Respondió: «Maestro, que pueda ver». Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado». Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

Como Bartimeo, si queremos ver claro en nuestro mundo espiritual, deberemos pedirlo al Señor; es decir: abrirnos al amor gratuito que nos transformará por dentro, aprender que la iluminación de la mente y la salvación del espíritu vienen de Dios por medición de Jesús, porque él es el sumo sacerdote que está puesto para representar a los hombres delante de Dios, y porque, tenida cuenta de su condición humana, puede ser indulgente con los ignorantes y extraviados, puesto que él mismo ha experimentado sobradamente las debilidades humanas, excepción hecha del pecado.

Nadie como Jesús podría ayudarnos a entender que Dios Padre siempre está dispuesto a disipar nuestra ignorancia con la luz de la verdad, a perdonarnos por nuestros desvaríos y a darnos la mano, para que andemos por el ancho camino que él mismo abre delante de nosotros.

Si, como el ciego de Jericó, nos acercamos a Jesús con fe y esperanza -confiadamente- podremos entender con claridad y vivir en nuestro interior aquellas palabras del profeta Jeremías: Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: «El Señor ha salvado a su pueblo».

Entonces podremos creer que se producirá en nosotros el cambio anunciado por el mismo profeta, diciendo: Los guiaré entre consuelos; los llevaré a torrentes de agua, por un camino llano en que no tropezarán.