Domingo XXVI del tiempo ordinario (C)

Amados hermanos, en el Señor Jesús:

La parábola que hemos escuchado en el Evangelio es una puesta en escena enérgica y dura, que ocurre entre un mal rico y un pobre bueno. Digamos desde un principio que el mal no se encuentra en la riqueza misma ni tampoco la bondad en el hecho de ser pobre, sino en la forma y manera con que se lleva el hecho de ser rico y en la dignidad humana con que se suporta la pobreza, puesto que puede haber una manera buena y otra mala de ser rico o pobre. El hombre de la parábola vivía de la riqueza y para la riqueza, siendo ésta el único móvil eficaz y suficiente de su vida: los vestidos de púrpura y lino finísimo, las fiestas, las bacanales y los aplausos de sus amigos, que vivían también de sus riquezas, eran la ocupación de todos los días. El menosprecio del narrador por semejante personaje es evidente por el hecho de no ponerle nombre. Había un hombre rico, dice simplemente; un comilón.

Su drama consistía seguramente en vivir lejos de Dios; al margen totalmente de Dios. No se trataba de que Dios se hubiera alejado de él, sino él de Dios. Tenía a mano la ley y los profetas, es decir, la palabra de Dios escrita; pero él la ignoró. No había tomado contacto con el Dios vivo, presente en la vida de su pueblo y en la de cada uno de sus habitantes. La palabra de verdad no le decía nada, antes le parecía una necedad, escrita para tranquilizar y anestesiar a la gente simplona. Lo que tenía tomo y sustancia eran sus riquezas, que le revestían de importancia ante la gente y le proporcionaban el placer de los sentidos.

Pero, he ahí que el rico murió y fue sepultado. Y estando en el país de los muertos, en medio de tormentos, se dio cuenta de su error y descubrió con desesperación su necesidad de Dios, e intentó suplicarle: a ver si le podía perdonar y salvar. Era demasiado tarde: piensa que entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso que no se puede cruzar -le respondieron, desde el otro lado. Le habría sido útil, y ahora consolador, si a su debido tiempo, se hubiese esmerado en ser un rico bueno usando con inteligencia sus riquezas: habría podido sacar de ellas todavía más bienes, crear puestos de trabajo justamente retribuidos para que el mayor número posible de personas lograsen, gracias a su buena administración, una vida humanamente digna y agradecida.

Al otro personaje de la parábola sí que le atribuyeron nombre. Le llamaron Lázaro. Era pobre y enfermo de lepra y malvivía de las limosnas que voluntariamente le daban, por compasión. Su condición de extrema necesidad le había ayudado a recurrir a Dios y a confiar plenamente únicamente en él. Era el Dios de los padres lleno de compasión y benignidad,…Padre de pobres y consolador de afligidos. La palabra de Dios era su consuelo y fortaleza que le revestía de paciencia para suportar dignamente la pobreza y los horrores de su enfermedad. Había aprendido a ser un pobre bueno. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abraham, al lugar de los justos, donde floreció, con más esplendor del que nunca jamás había podido imaginar, la felicidad que tan esquiva se había manifestado en la vida de aquí.