Domingo XVII del tiempo ordinario (B)

Amigos muy amados en el Señor:

Dos hechos paralelos del todo parecidos configuran la primera lectura y el evangelio de hoy. En el primer caso el profeta Eliseo manda repartir entre la gente los veinte panes de cebada y grano reciente que le habían dado, diciendo: Dáselo a la gente, que coman. Porque a sí dice el Señor: «comerán y sobrará». En el segundo, es cuando Jesús manda a sus discípulos repartir cinco panes de cebada y un par de peces, que traía un muchacho, entre la multitud que les rodeaba. Comió toda la multitud y llenaron doce canastas con los pedazos que sobraron a los que habían comido.

La primera lección que se desprende de aquellos hechos es que no hace falta ser ricos para compartir. El pan que repartieron tanto Eliseo como Jesús era de cebada, el pan de los pobres y, tanto el uno como el otro repartieron no de lo suyo, sino de lo que les había sido dado, a Eliseo por un hombre que le había traído el presente y a Jesús, por el pastorcillo, de su zurrón: dos pobres reparten la limosna recibida con los más pobres que ellos.

La segunda lección consiste en aprender que no somos dueños y señores de los bienes que hemos recibido, sino solamente administradores. Y la administración exige fidelidad, justicia y caridad. El administrador no da limosna, sino que ejerce la solidaridad, haciendo que llegue a cada uno lo que necesita y que, por tanto, le corresponde.

En tercer lugar, de ahí podemos entender que ni la riqueza es buena, ni la pobreza; lo razonable, justo y óptimo consiste en que todos tengan lo necesario. Si pensamos correctamente, nos daremos cuenta de que el que pasa hambre no entiende de razones, se envilece y se degrada con la obsesión de llevarse algo a la boca; y que, el que está harto no está dispuesto a escuchar, porque la hartura le endurece el corazón y le ahoga el espíritu.

De estas consideraciones resulta que el ideal moral y la situación más ventajosa para alcanzar un estado de bienestar y felicidad consiste en vivir con lo necesario y, teniendo alma de pobre delante de Dios, beneficiar a los más necesitados con lo que le sobra.

Vivir con alma de pobre significa ser sinceramente consciente del valor totalmente relativo y perentorio de los bienes materiales, usarlos austeramente en provecho propio y reconocer la propia impotencia en muchas cosas, nuestras limitaciones en muchas otras, y nuestra pobreza radical por lo que respeta a los bienes espirituales ante el Dios inaccesible y santo.

Un estado de ánimo así nos dispone perfectamente para entender y vivir con radicalidad aquellas dos increíbles bienaventuranzas:

«Felices los pobres en el espíritu»
y
«Felices los que tienen hambre y sed de justicia»