Domingo XV del tiempo ordinario (C)

Amigos muy amados, en el Señor:

¿No percibís a vuestro alrededor, en estos tiempos, una tendencia enfermiza a huir de Dios, a esquivarlo? Diríamos que a alguna gente Dios le estorba y, a causa de ello, procura alejarse de él, prescindir de él, hasta el punto de procurar auto convencerse de que no existe. Otros tienen de Dios un concepto inhumano y estrafalario: piensan que les exige cosas imposibles o, cuando menos, extrañas. Es entonces cuando caen en la tentación de buscarlo a través de imágenes célebres o de creer excesivamente en «revelaciones particulares» y «videntes». El mismo éxito de las sectas se debe probablemente a la necesidad de merecer los favores de un «dios lejano», después de haber abandonado al Dios cercano y humanitario que nos revela la Biblia y, con diáfana claridad, el mensaje de Jesús.

La primera lectura nos ha dicho: Escucha la voz del Señor, tu Dios, guardando sus preceptos y mandatos (…); Conviértete al Señor, tu Dios, con todo el corazón y con toda el alma. (…) El mandamiento está muy cerca de ti: en tu corazón y en tu boca. Cúmplelo.

Esta doctrina es sumamente sencilla y humana: Un Dios – amor, que cifra su gozo en hacernos felices. Un Dios que nos propone una cosa tan natural y coherente como el cumplimiento de unos mandamientos que son la guía y el camino de nuestra felicidad. Un Dios que no nos pide cosas extrañas ni difíciles como sería acudir a lugares lejanos o practicar sacrificios dolorosos y heroicos, sino una disposición tan cercana e íntima como la conversión de nuestro corazón. La voluntad de Dios no se sitúa en lugar tan alto e inalcanzable que podamos decir: Quién de nosotros subirá al cielo y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos? ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá y nos lo proclamará, para que lo cumplamos? La voluntad de Dios está inscrita en palabras que tenemos muy cerca de nosotros, para poderlas cumplir. Las llevamos grabadas en el corazón y en la boca.

Pero, el Dios humano y lleno de amor, que ya conocían los israelitas, se ha acercado prodigiosamente en la persona de Jesús que, como ha dicho San Pablo a los cristianos de Colosas, es imagen del Dios invisible. A Jesucristo, el Padre lo ha constituido cabeza del cuerpo, que es la Iglesia; y es por Jesús que quiso reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra. De esta manera, el Dios invisible, el Dios del cielo, en la persona de Jesús, ha aparecido en la tierra. Adhiriéndonos a él, -hombre como nosotros- en él, nos encontremos adheridos a Dios.

Es Jesús, Maestro y Señor, quien nos ha enseñado cuán cercana y lógica sea la voluntad del Padre, cuando nos ha dicho de manera clara que no se trata de obrar cosas extraordinarias y difíciles, sino de cumplir la voluntad del Padre en la persona de nuestros hermanos, haciéndonos próximos, compadeciéndonos de sus padecimientos y aliviándolos con nuestra solidaridad. Pasando por el camino de la vida tendremos sobradas ocasiones de encontrar personas abatidas, avasalladas, expoliadas: personas que no han conocido una vida normal; personas analfabetas, drogadictas, delincuentes, paradas, famélicas. E incluso pueblos dominados por la fuerza, reducidos a la esclavitud.

Ellos son nuestro prójimo. Compadecernos de ellos, ponernos a su lado, hacer cuanto podamos por ellos, nos convertirá en su buen samaritano. Este es el mandamiento, es ésta la ley que debemos cumplir.