Amados hermanos:
Si nos sentimos culpables ante alguna persona, a veces nos atemoriza el pensamiento de su posible indignación e incluso de algún amago de venganza; pero, si en vez de adustez y ceño vemos en su semblante señales de comprensión, de perdón, de amistad, ¡qué sorpresa más gratificante y qué alegría tan liberadora nos invade! A causa de ello, no solamente sentimos gratitud hacia aquella persona, sino también una gran admiración y un afecto mayor que nunca a causa de su virtud reconciliadora.
La liturgia de hoy nos habla repetidamente del perdón de Dios que sale al encuentro de los hombres. Un perdón tan generoso que no puede menos que conmover nuestro corazón y despertar en nosotros una admiración agradecida. La primera lectura se ha referido a David, rey de Israel, que, cegado por la pasión, había cometido los crímenes de asesinato y adulterio. Dios le envió, acto seguido, al profeta Natán para que le ayudara a reflexionar y a reconocer sus pecados. No bien David hubo reconocido sus pecados, diciendo humildemente: He pecado contra el Señor, Natán, el profeta, le dijo: Está bien. El Señor ha perdonado ya tu pecado, no morirás. Así comprendemos que reconocer el pecado, no esconderlo ni disimularlo, es la condición más favorable para ser perdonados por Dios.
Otro caso emblemático de perdón lo hemos escuchado en el evangelio. Se trataba esta vez de una mujer que llevaba una vida pecadora. Ella que conocía a Jesús y admiraba en él la bondad y el perdón con que trataba a los pecadores, y sentía en el alma el escozor del remordimiento, se revistió de valor y fue a su encuentro. Puesta ante Jesús no se excusa ni dice palabra. Llena de emoción se postra detrás de Jesús, llorando a sus pies. Su silencio, su postración, su llanto, dicen bien a las claras cómo reconoce sus pecados y cómo lleva un corazón contrito. Jesús acepta en silencio la actitud de la mujer; pero los que comparten mesa con él no comprendieron la grandeza del perdón de Dios y, llenos de conturbación y escándalo, empezaron a criticar, diciendo: Si este hombre fuera profeta, sabría quién es esta mujer que lo está tocando y lo que es: una pecadora. Jesús, que no podía consentir aquellas críticas, sale en defensa de la mujer pecadora, y dice a simón: Sus muchos pecados están perdonados, porque tiene mucho amor. Dijo luego a la mujer: Tus pecados están perdonados (…) Tu fe te ha salvado, vete en paz.
Nosotros también, hermanos, que somos pecadores en más o en menos, sentimos la necesidad de ser perdonados, una y otra vez. Para que tengamos una buena orientación y entendamos bien cómo hemos de conseguir el perdón de Dios, podemos acogernos a la doctrina de San Pablo a los cristianos de Galacia, cuando les explica que el perdón no es una gracia que nosotros podamos merecer con nuestra esfuerzo o acumulando buenas obras, sino un don, un regalo de Dios, merecido por Jesús, por su vida, pasión y muerte, a favor de todos los hombres y mujeres pecadores. Según el apóstol, Jesús es el único camino para alcanzar el perdón. De acuerdo con esto, solo podemos ser perdonados si nos acercamos a Jesús con una fe y confianza semejantes la mujer del Evangelio. Con aquellas disposiciones, veremos renovado además nuestro corazón para que pueda ser mejor en adelante, avanzar en la práctica de la buenas obras y sentirnos llenos de la gracia de Dios. Como le ocurrió a la Magdalena a partir de su célebre encuentro con Jesús.