Domingo IX del tiempo ordinario (A)

Hermanos míos en el Señor:

Cada uno de nosotros puede orientar su vida hacia una de las dos opciones contrapuestas que, usando un lenguaje enérgico y, en cierta manera, duro, podríamos llamar la opción del SÍ o el NO a Dios. Extremando el discurso, podríamos hallar una tercera dirección, que sería la indiferencia, la actitud del que pensara: «A mí me da igual; esta cuestión no me interesa». En definitiva, esta tercera posición equivale a decir NO a Dios. Así que de éste compromiso nadie puede desentenderse. Es la encrucijada entre dos caminos y no nos queda más remedio que elegir entre ellos.

En tiempos de Moisés, la creencia en la divinidad era prácticamente universal, pero aquellos pueblos sufrían la tentación constante de abandonar al Dios verdadero para darse a la idolatría, por el contacto con los pueblos vecinos. En nuestro tiempo la tentación subsiste. Más sofisticada y -podríamos decir- menos religiosa. Ahora nuestros ídolos son las personas y las cosas. Se adora públicamente el afán de poder y de dominio o la codicia desenfrenada de los bienes temporales. El hombre de nuestro tiempo no elige entre dioses diferentes, sino entre Dios y el dinero, porque éste es el símbolo de todo poder y dominio.

Se entiende fácilmente que esta elección compromete la vida entera: la presente y la futura; porque equivale a decidir cómo se quiere vivir y morir, puesto que las consecuencias pueden ser definitivas, si no se produce el retorno. Razón por la cual, Moisés dijo a su pueblo: Hoy os pongo delante bendición y maldición; la bendición, si escucháis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy; la maldición, si no escucháis los preceptos del Señor, vuestro Dios, y os desviáis del camino que hoy os marco, yendo detrás de dioses extranjeros que no habéis conocido.

Abundando en el mismo pensamiento, Jesús dice que entrarán en el reino de los cielos los que cumplan la voluntad de su Padre. A los que no la cumplan, les dirá: Nunca os he conocido. Alejaos de mí, malvados. Y nos preguntamos: ¿Cómo puede hacer la voluntad del Padre aquél que lo niega de forma contumaz o prescinde radicalmente de él?

En el mismo pasaje evangélico, Jesús habla del hombre prudente que ha construido su casa sobre la roca. La casa es el edificio de la propia vida, es la tarea primordial de toda persona en este mundo. La roca es la realidad única y verdadera: es Dios, origen y fin del hombre y de todo cuanto existe. Cuando nuestra vida, con todas las esperanzas presentes y futuras se fundamenta en Dios, a pesar de todas las pruebas y tentaciones, permanecerá firme, porque podremos decir, llenos de esperanza: Sé la roca de mi refugio, un baluarte donde me salve.

Acabemos nuestra reflexión con un SÍ firme y decidido a Dios, y miremos los bienes de este mundo como medios de subsistencia, como dones para el camino, que merecen gratitud, y como instrumentos de servicio y adoración al Señor del universo.