Domingo III de Adviento (C)

Hermanos muy amados, en el Señor:

En las lecturas de hoy hemos recibido un mensaje insistente de alegría: Regocíjate, hija de Sión, grita de júbilo, Israel; alégrate y gózate de todo corazón, Jerusalén -proclamaba el profeta Sofonías-. San Pablo, por su parte, decía a los cristianos de Filipos: Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad siempre alegres (…) Nada os preocupe.

Éste es un mensaje esperado y siempre bien recibido por todos, porque buscamos con delirio la felicidad, el gozo, la alegría. Felicidad que, con demasiada frecuencia y para nuestra ulterior frustración, confiamos encontrar en el placer superficial, aquél que procede de haber conseguido algo deseado, y que se escurre y evapora sin compasión, cuando más lo necesitamos; bien diferente, por cierto, de aquel gozo puro y sereno de todo el ser, no causado por cosa alguna, sino por alguien: como es la dicha de los enamorados o la de los esposos, que unen sus vidas con el lazo de la ternura y la fidelidad, o aquella de la madre que espera la llegada del hijo de sus entrañas.

También el júbilo que nos proponen hoy las lecturas abarca todo nuestro ser porque se fundamenta en Alguien, en la presencia amorosa de Dios, como leíamos en Sofonías: El señor será el rey de Israel, en medio de ti, y ya no temerás (…) Él se goza y se complace en ti, te ama y se alegra con júbilo como en día de fiesta. Del mismo modo, el motivo para la alegría que propone San Pablo se basa en la presencia amorosa de Dios, porque dice: El Señor está cerca. Nada os preocupe. Sí, hermanos, el Señor está más cerca que nunca, mucho más que en tiempos de Sofonías, puesto que Dios, ahora, en Jesús, se ha acercado con gran intimidad y de manera inaudita.

Ojalá sean éstos nuestros pensamientos durante el Adviento de este año, mientras esperamos y preparamos la Navidad: Dios presente, Dios con nosotros. Una presencia que estimula y acrecienta aquella alegría que está hecha de fe y esperanza. Como María, modelo de toda esperanza, podemos encontrar espacios de silencio y de oración, y conseguir con ello que la proximidad del Señor sea más íntima y personal.

Solamente con un estado de ánimo así de positivo, nacido de la oración y fructificando en esperanza viva, nos será posible entrar en el programa ético de vida que nos propone Juan el Baptista, en el Evangelio de hoy. Un programa, por otra parte, que nada nos pide de extraordinario y especialmente costoso, ya que se puede cumplir sencillamente desde la vida diaria normal, con una actitud de caridad, justicia, y no violencia. Caridad, para vivir pensando en los demás y compartir: El que tiene dos túnicas, que se las reparta con el que no tiene; y el que tenga comida, haga lo mismo -contestó a los que le preguntaron. Justicia, para no aprovecharnos de ninguno al objeto de satisfacer nuestra codicia: No exijáis más de lo establecido -contestó Juan a los publicanos. No violencia, que exige evitar palabras o actitudes amenazantes, para doblegar al otro y someterlo: No hagáis extorsión ni os aprovechéis de nadie, advierte el Bautista a los militares. Dados estos consejos, Juan invitó a sus oyentes a confiar en Aquél que está a punto de llegar y que bautizará en Espíritu Santo y fuego, Aquél que viene a renovarlo todo y a traer la paz a los corazones.