Bautismo del Señor (C)

Durante su infancia, Jesús se había dando a conocer de diversas maneras y a diferentes colectivos de personas, como había sido el caso de los pastores, primero, y el de los magos de oriente, después; pero aquellas manifestaciones no habían sido suficientes, dado que convenía que la llegada al mundo del Mesías prometido por Dios la humanidad, fuera conocida por todos: En aquel tiempo, el pueblo estaba en expectación, y todos se preguntaban si no sería Juan el Mesías. Agreguemos que, si bien una minoría de personas -más concretamente del pueblo de Israel- esperaban fervientemente aquel momento, porque permanecía abiertas al mundo espiritual y al deseo de los bienes eternos, la mayoría -como ocurre ahora mismo- arrimados a los bienes materiales, no esperaría mucho más que la seguridad temporal y el bienestar físico. Por estas razones convenía, o incluso era necesaria, una pública y solemne manifestación del Mesías que viniera a ser como su presentación oficial.

Así las cosas, y según leemos en el Evangelio de San Lucas, el Señor se ocupó de armar un buen revuelo para que no pasara desapercibida la presencia de Jesús, al comienzo de su vida pública: En un bautismo general, Jesús también fue bautizado. Y, mientras oraba, se abrió el cielo, bajó el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma, y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado, el predilecto».

Los evangelistas nos tienen acostumbrados a esta especie de publicidad divina alrededor de Jesús. Pensemos, si no, en el aviso, con cantos, de los ángeles a los pastores; en el peregrinaje de éstos al portal, y en la publicitaria vuelta de los mismos donde su rebaños, narrando a todos los que encontraban, todo cuanto habían visto y oído. Más extraordinaria todavía había sido la estrella de los magos y el paso de éstos por el palacio de Herodes, en Jerusalén, que provocó la excitación de toda la ciudad y las iras del rey.

Después de estos hechos, la infancia de Jesús y su juventud estuvieron escondidas en el silencio más estricto. Jesús se recogió en Nazaret y apenas sabemos más de él hasta los acontecimientos del río Jordán, que hoy celebramos. Él, que, hasta los treinta años compartió el día a día de los hombres de su tiempo, sin ahorrarse ni pobreza, ni cansancio, ni la dureza del trabajo manual; ni siquiera la monotonía que cubre como un manto la vida de las personas en un pueblo rural y pequeño; ahora da un paso definitivo para asumir también la condición pecadora de los hombres -sin que hubiera pecado nunca- guardando turno, junto a las aguas del Jordán, para pedir a Juan el bautismo de penitencia, como hacían los pecadores. Con aquel sublime gesto da a entender que le ha llegado la hora de asumir el pecado de la humanidad, para salvarla.

Encontramos lógico y propio del momento, que el Padre rubricase aquel acto con una revelación solemne de la presencia de su Hijo, la primera manifestación pública de Jesús adulto, al inicio de su ministerio, respaldando de este modo la misión que iba comenzar.

Ahora sabemos con certeza de quien nos podemos fiar. Escuchémosle, acerquémonos a él con fe y amor. Y dejémonos salvar.