Con motivo del 75 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe ha publicado una espléndida reflexión sobre la dignidad del ser humano, que quiere ser una enérgica llamada a respetarla y protegerla, como condición fundamental de una sociedad justa y pacífica. Os invito a leerla. Esta Declaración sobre la dignidad humana (“Dignitas infinita”), que tiene el aval explícito del Papa Francisco, es una lograda síntesis del pensamiento de la Iglesia sobre la dignidad humana, y a la vez, una ayuda para clarificar este concepto, objeto a menudo de malentendidos, iluminando algunos de sus aspectos hoy oscurecidos en la conciencia de muchos. La afirmación central es que a cada persona humana, por su propio ser, le corresponde una dignidad “infinita” (en expresión de S. Juan Pablo II), más allá de toda circunstancia, característica o apariencia y en cualquier estado o situación en que se encuentre. Éste es un principio plenamente reconocible por todos mediante la razón natural. A su vez, la Iglesia, a la luz de la fe, ve afianzado y consolidado este principio gracias a la Revelación, que muestra a la persona humana como ser creado a imagen y semejanza de Dios, y redimida por Jesucristo. Por esta gran dignidad, todo ser humano está llamado a conocer a Dios, a amarle, a vivir en fraternidad, justicia y paz con el resto de hombres y mujeres y, finalmente, a entrar en comunión con Dios mismo en la vida eterna. La fiesta de la Ascensión nos asegura que “uno que es hombre como nosotros” ya está con Dios, como rezamos en la poscomunión. Ante concepciones sesgadas, la Iglesia defiende constantemente que la dignidad de la persona le viene por el mismo hecho de existir y haber sido creada por Dios. Esta dignidad no puede ser eliminada, puesto que es intrínseca a la persona y no depende ni es fruto del reconocimiento legal o social. Tampoco depende de sus circunstancias, cualidades o capacidades de comprensión o de actuación libre. Cualquier ser de la especie humana merece un respeto incondicional, desde su concepción hasta su muerte natural.
Por todo ello, esta Declaración denuncia las múltiples situaciones en las que la dignidad humana se ve gravemente violada: atentados contra la vida (homicidios, genocidios, pena de muerte, aborto, eutanasia, suicidio deliberado…); agresiones a la integridad física o moral (mutilaciones, torturas, detenciones arbitrarias, deportaciones, esclavitud, prostitución, tráfico de personas, trabajos degradantes…). Y trata sobre algunos atentados específicos: pobreza, guerra, maltrato de los emigrantes, tráfico de personas, abusos sexuales, violencias contra las mujeres, aborto procurado, maternidad subrogada (que trata a madre e hijo como objetos), la eutanasia y el suicidio asistido, la marginación de los discapacitados, la persecución y discriminación por razones de orientación sexual, la negación de la diferencia sexual (que destruye el fundamento de la familia), la violencia digital o el cambio de sexo (ya que el cuerpo es parte de la dignidad de la persona). La Iglesia reclama ardientemente que la dignidad humana se sitúe en el centro del compromiso por el bien común y del ordenamiento jurídico. Sólo así pueden sostenerse los derechos humanos fundamentales y la convivencia. Por eso, pide a las autoridades políticas que protejan y garanticen las condiciones necesarias para la promoción integral de la persona. Como dice el Papa Francisco, ninguna persona debe olvidar esta dignidad suya, que nadie tiene derecho a sustraerle.