Amigos y hermanos, en el Señor:
El hombre actual tropieza con grandes dificultades para encontrar tiempo, silencio y serenidad equilibrada para la reflexión. Arrollado por la sucesión de actividades, cansado y desazonado por todo cuanto tiene entre manos, por el ruido y la prisa, le quedan pocas posibilidades para la ponderación, antes de tomar decisiones importantes. Por otra parte, confiado en exceso en la bondad de la cultura moderna, vive dirigido y programado por los poderes fácticos y se convierte en servidor de ideologías alienantes. ¿Dónde hallaremos ahora al hombre sabio que reflexiona en profundidad, dirige personalmente su vida con discernimiento y asume sus compromisos con responsabilidad y seriedad?
Este fenómeno puede dar la explicación de por qué pocas personas son capaces de conocer los designios de Dios. Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano: pues, ¿quién rastreará las cosa del cielo? Nosotros, los creyentes, sabemos que la verdadera sabiduría es un don de Dios: ¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo? Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó. Lo mismo nos ocurrirá a nosotros. Cuando nos desengañemos lo bastante de toda ciencia que no es sabiduría de Dios; cuando sabremos por experiencia que no hay maestro bueno si no nos transmite la sabiduría de Dios; entonces recibiremos en nosotros el don del Espíritu Santo que nos iluminará el camino y dará sentido a cada uno de nuestros pasos..
El Evangelio de hoy es una invitación reflexiva a servirnos de aquella sabiduría que está a nuestro alcance, si la procuramos y la pedimos a Dios. Una sabiduría que nos permitirá aceptar nuestros compromisos sosegadamente, después de haber reflexionado sobre nuestras posibilidades y las consecuencias de la opción que nos planteamos. Como el que quiera construir una torre, que debe hacer el presupuesto y ver si tiene recursos para acabarla. O aquel rey que iba a dar la batalla a otro rey; el cual tenía que ponderar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil.
Nuestra opción como cristianos es la de ir a Jesús, hacernos sus discípulos y seguirle; empresa que demanda unas condiciones serias, porque es, ni más ni menos, la opción de nuestra vida. La primera condición es la de querer amar a Jesús tan radicalmente, que habremos de poner aquel objetivo en primer lugar y en el más alto. El amor del padre y de la madre, de la esposa y los hijos, de los hermanos y de la propia vida, son los valores más altos que alguno puede proponerse en esta vida. Pues, por encima de todos ellos nos hemos de proponer el amor a Dios, si queremos ser los discípulos de Jesús. Con una enorme ventaja: que el amor a Dios y a Jesús jamás nos condicionará o aminorará los otros mencionados amores; antes bien, los purificará y los potenciará inmensamente, porque el amor a Dios es la savia que todo lo vivifica. La otra condición es estar dispuestos a cargar con la cruz cuando el seguimiento de Jesús, por las circunstancias de esta vida, así lo demanden.
Solamente la sabiduría de Dios y la fuerza del Espíritu Santo, que habita en nosotros, nos harán capaces de andar un camino que constituye la decisión más grande y enriquecedora de nuestra vida.