Domingo XIX del tiempo ordinario (C)

Hermanos muy amados, en el Señor:

En el ritmo de la vida la noche es como un compás de espera, que suscita en las personas reacciones diferentes, según la mentalidad de cada una. Para unos es el tiempo de la indiferencia, de la disipación, de la diversión y del placer, frecuentemente alocados… Para otros, contrariamente, es el tiempo de la calma y el reposo, de la reflexión tal vez, o de la plegaria. La noche, en todo caso, es un oscuro fenómeno que va de paso, que no tiene sentido por si mismo, sino en función del día que viene después. La noche, de alguna manera, es el símbolo de la fe, que incluye la promesa segura de una realidad que se desplegará más tarde, dichosamente.

El libro de la Sabiduría habla de aquella noche famosa de la salida de Egipto, en que los israelitas fueron liberados mediante los mismos hechos con que fue castigado su opresor. El autor del libro escribe aquellas reflexiones para avivar la fe de los israelitas que, en aquellos momentos, vivían en la dispersión, lejos de su patria como en una noche sin esperanza. La intención del escritor es despertar el espíritu del pueblo hasta confiar que, como sus padres, ellos también serán rescatados de la servidumbre, y podrán entonar los mismos cantos de alegría, porque participarán de la misma libertad que sus antepasados.

La segunda lectura, del Escrito a los Hebreos, es un canto maravilloso a la fe de Abraham: Por la fe, obedeció Abraham a la llamada y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber a donde iba… Por fe vivió como extranjero en la tierra prometida… Por la fe, también Sara, cuando ya le hubo pasado la edad, obtuvo fuerza para fundar un linaje… Por fe, Abraham, puesto a prueba, ofreció a Isaac (…) el destinatario de la promesa.

Abraham, según lo dicho, es el máximo modelo de fe, porque contra toda esperanza y a contra corriente creyó lo que le había sido prometido y obedeció fielmente lo que le había sido mandado. Su fidelidad y obediencia, en medio de la oscuridad de la fe, constituyó la preparación adecuada para el día esplendoroso y la luz definitiva, que había de venir al mundo en la persona del Mesías, y había de encontrar su apoteosis en aquella otra noche, la más importante y definitiva de la historia de la humanidad: LA NOCHE DE PASCUA.

En el Evangelio de hoy encontramos una invitación de Jesús a sus discípulos -y a nosotros, evidentemente- para que vivamos en un alto nivel de fe: No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. No se trata de que el reino nos haya de ser dado plenamente ahora mismo, sino de la promesa de aquella plenitud. Entre tanto debemos llevar el Reino impreso en la mente y en el corazón y, recordando la promesa, mantener vivo el deseo y la actitud de búsqueda, sin descuidar la orientación de nuestra vida en vistas al Reino prometido: Haceos talegas que no se echen a perder, y un tesoro inagotable en el cielo, adonde no se acercan los ladrones ni roe la polilla.

Insiste Jesús en la necesidad de estar a punto, de no adormecernos sobre nuestras comodidades, seguridades y bienes perecederos: Dichosos los criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela. Os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Estas son las promesas que creemos por la fe y queremos merecer por nuestra fidelidad, ayudados por la gracia de Dios.